La muerte civil de Jordi Pujol
La reacción del político catalán tras el escándalo no ha hecho sino empeorar su imagen
Dicen los expertos que la melancolía por la pérdida de los objetos del deseo, o de las fantasías elaboradas en torno a ellos, genera una peculiar pulsión autodestructiva, que hace que la persona se consuma a sí misma. En los últimos meses, Jordi Pujol había susurrado a amigos o conocidos una enigmática frase: “Yo ya no lucho para sobrevivir, lucho para sobrevivirme”. Si por sobrevivirse hay que entender dejar una imagen cincelada a gusto de sí mismo para la posteridad, hay que decir que Pujol ha fracasado en su empeño. Corresponde a los psicólogos decir si esta frustración es la causa de la pendiente autodestructiva en la que se ha metido desde el infausto comunicado autoinculpatorio, que destruye por completo el perfil de padre de la patria catalana moderna, y deja una retahíla de dudas y sospechas. Desde aquel día, Pujol no ha hecho más que empeorar su imagen. Primero, con un obsceno desfile por las segundas residencias de sus hijos, como si el president todavía tuviera legitimidad para redimir con su presencia. Se confirmaba así la sospecha de que la declaración no tenía otro objetivo que el de coraza —de cartón— de los posibles problemas judiciales de alguno de los suyos. Como si la confusa herencia de su padre, Florenci, fuera la única irregularidad sobre la que se construyó alguna fortuna de difícil explicación. Después, el president se adhirió a la estrategia judicial de su hijo mayor, en una acción obstruccionista de la justicia: actuar contra el sistema bancario andorrano para evitar que llegue información a España y para contaminar la que ya circula con la mancha del delito que podría hacerla inútil judicialmente.
Con este segundo paso, dinamita lo único digno que había en su carta: “El compromiso absoluto de comparecer ante las autoridades tributarias y, si es necesario, ante instancias judiciales, para acreditar estos hechos y de esta forma acabar con las insinuaciones y comentarios”. Y deja en ridículo la expresión de “dolor” por lo que “pueda significar para la gente de buena voluntad que pueda sentirse defraudada en mi confianza”. Jordi Pujol aludía al carácter “expiatorio” que la nota podía tener para él mismo. No hay expiación posible sin el restablecimiento de la verdad. Este era el único compromiso que podía redimir mínimamente a Pujol ante los que confiaron ciegamente en él y se sienten profundamente engañados. Todo ciudadano tiene derecho a defenderse por todos los mecanismos que le ofrece la ley, aunque todos sabemos que hay demasiadas facilidades para que, con dinero y buenos abogados, lo que deberían ser instrumentos garantistas se convierten en vías directas a la impunidad, pero esto es tema para otro artículo. Pero Jordi Pujol no es un ciudadano cualquiera. Jordi Pujol ha sido más de veinte años presidente de Cataluña y ha ejercido desde una rara mimesis con lo que entendía como el destino del país, pretendiendo ejercer no sólo de autoridad política, sino moral. Corresponde a la psicología explicar los límites del cinismo y los mecanismos de la doble personalidad. Por mucho que el president identificara el destino de Cataluña y el suyo, por mucho que entendiera la Generalitat como algo patrimonial, como hizo notar su esposa, Marta Ferrusola, diciendo que les habían echado de casa cuando Maragall ganó la presidencia, es difícil entender cómo caminaba a la vez por la vía pública de la pasión del poder, por la vía opaca de la pasión por el dinero, del que nunca hizo ostentación, pero del que ahora parece descubrirse una irrefrenable necesidad de tenerlo. Jordi Pujol, si quiere guardar una mínima credibilidad sobre lo que hizo como presidente, sólo tiene un camino: explicarlo todo, caiga quien caiga. Y ha escogido el que ahora sabemos que era el camino de siempre: proteger a los hijos, aun a costa de hundir toda su trayectoria.
Jordi Pujol ha bajado de golpe del pedestal al que una parte del país le había elevado. A pesar de discrepar en muchas cosas, siempre me gustó conversar con él, siempre me interesó su sentido del poder, siempre me sorprendió su cultura política y siempre me dejó alguna señal inquietante entre sus palabras. Ahora quizá entiendo mejor su especial inquina con la alta burguesía catalana. “Tú y yo, con los apellidos que tenemos, nunca seremos nadie en este país, siempre seremos unos outsiders”, me dijo un día siendo ya presidente. O “no te fíes de los grandes empresarios catalanes, sólo les interesa lo suyo, nunca harán nada por el país”. Quizá estas frases, en el fondo, eran pura melancolía, reflejo del deseo que ocultaba en cuentas en Suiza o en manos familiares. Pujol, que pretendía salvar al país, acaba con una inmensa deuda con todos. Que sólo podría reparar explicando de verdad todo lo que pasó. Desde luego, si no lo hace, habrá perdido definitivamente la batalla para sobrevivirse. Y nos pondrá muy difícil un balance mínimamente objetivo de lo que fueron sus años de gestión, contaminados por la mentira y el encubrimiento. La ambición es sana, porque despierta el lado creativo de la voluntad de poder; la codicia es ciega y, a la larga, autodestructora. Quizá este es el drama de Pujol.
Josep Ramoneda es filósofo y periodista.
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