El día a día de un cooperante no es el que imaginas
Un mes después de marcharse de Mauritania, este trabajador humanitario cuenta lo que allí vivió junto a su familia
Apenas hace un mes que me fui de Mauritania, esta vez puede que definitivamente, y, con ello, para dejar de ser cooperante. Apenas hace un mes que desperté de un sueño. Ese es mi día a día: el que transcurre a modo de un sueño del que no me querría haber despertado.
¿Y qué ocurre en ese sueño para no querer despertarme de él? Pues, en él, el día comienza temprano, cuando el sol se levanta y acaba con el frescor nocturno. Un día que ya es anunciado por mil y un altavoces, encaramados en lo alto de otras tantas mezquitas en cuanto se percibe una mínima claridad en el horizonte. La luz intensa de los primeros rayos solares, el inevitable calor, el clamor coral de los pájaros, el olor a humedad en la temporada de lluvias. Para completar el despertar de los sentidos solo falta el gusto, que se verá animado por los muchos tes calientes que tomaré a lo largo del día. Primer aprendizaje de la gente del desierto que puebla este país: el calor no se combate con bebidas frías, sino calientes, porque mantienen alta la temperatura corporal, haciendo que la sensación de calor disminuya.
Tras las sensaciones, los hechos. Desayuno en casa, con mi mujer y mis hijos. Sí, se puede ser cooperante en familia. E incluso creo que es positivo. Estando fuera de nuestro lugar de origen, lejos de nuestro entorno habitual, rodeados por otra cultura, otro clima y otro paisaje, el hecho de tener un hogar familiar, una normalidad cotidiana, tiende a mejorar la salud mental del cooperante. Da estabilidad, obliga a respetar unos horarios y a no caer en la obsesión por el trabajo. Esto es muy importante, no olvidemos que aquí realizamos una labor que es vocacional, pasional, pero que es infinita. La tendencia natural nos llevaría a trabajar 16 horas diarias. Por ello, es bueno tener una razón por la que mirar el reloj y apagar el ordenador. Por ello no solo existe, sino que funciona, la cooperación en familia.
No imagino trabajo mejor ni más agradecido para con quien lo realiza
Tras el desayuno, el trayecto al trabajo, que conlleva dejar a mi hijo de seis años en el colegio. Este es el momento en el que él suele inspirarse y hablarme del bonito paisaje que ve por la ventana del coche o de lo fuerte que es aquel burro que lleva el carro cargado hasta los topes o me pide que lo lleve por algún atajo, que siempre implica meternos por charcos y barro o ir sorteando las piedras y los socavones varios que pueblan las pistas de Nouakchott.
Luego, el trabajo. Un trabajo que no es tal o al menos que se sale de sus tan manidas connotaciones negativas y, por tanto, ennoblece su definición tradicional. Normalmente, lo que yo hago aquí como trabajo es más que nada un disfrute. Porque permite soñar. Porque permite crear e innovar. Porque nos hace formar parte de un mundo en cambio, de una sociedad que progresa. Puede que no a los ritmos que se fijaron con los Objetivos de Desarrollo del Milenio o los indicadores marcados por sesudos profesionales del desarrollo, siempre acelerados, siempre cortoplacistas. Pero progresa y ello se ve, es palpable, hasta es medible. Y yo tengo la suerte de sentirme partícipe de ello.
Y por si lo anterior no fuera suficiente, debo añadir que tenemos un equipo fenomenal y es un gusto formar parte de él. Llego por la mañana y saludo a Vero, a Niouma, a Ethmane, a las matronas, a Amadou, a Khady S. y a Khady N., a Pascal, a Nina, a los logistas o a los guardas y ese ritual del saludo, esas primeras sonrisas y las muestras de cariño sincero que recibo todas las mañanas me hacen creer que somos capaces de todo, que nada podrá impedir que consigamos lo que deseamos, nuestro objetivo común, la misión por la que Médicos del Mundo nos mantiene aquí.
Después de ello vienen mis actividades cotidianas y, a fin de desterrar otro mito, no consisten en administrar medicamentos ni en suturar heridas. ¡Y menos mal que no son esas, porque que ni siquiera soy médico! Lo que yo hago es definir estrategias, establecer planificaciones, fijar prioridades, tomar decisiones —muchas, todo el tiempo, una tras otra, más y menos importantes— negociar con otras organizaciones o incluso con la propia, redactar informes, elaborar propuestas… Pero, por encima de todo, mi misión principal es mantener al equipo en tensión, con el ánimo alto, extraer de cada uno de sus miembros sus mejores capacidades y conseguir que sientan por lo que hacen la misma pasión que yo.
Sé que esta no es quizás la visión que se tiene desde España del trabajo en cooperación internacional, pero ese y no otro es mi día a día y puedo asegurar que es apasionante y que no imagino trabajo mejor ni más agradecido para con quien lo realiza.
Como comenzaba diciendo, ya no me encuentro allí, pero cuando me fui, aún estando triste por la partida, me fui feliz por lo conseguido. Porque sé que ha valido la pena. Muchas mujeres y sus bebés se han beneficiado de nuestras acciones y otras lo harán próximamente. Las mejoras que se han generado con nuestros proyectos quedarán, no se han consumido en sí mismas.
Es por ello por lo que decido que no me voy a oponer más y que me dejaré despertar sabiendo que siempre guardaré un recuerdo imborrable de este dulce sueño que he tenido la suerte de vivir.
Raúl Torres era coordinador de Médicos del Mundo en Mauritania.
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