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Tribuna
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La destrucción del paisaje

El culto al dinero fácil ha convertido la costa mediterránea de España en un espectacular adefesio

Para quien haya conocido la costa mediterránea española de hace medio siglo viajar hoy día por ella es presenciar una feria de horrores y un involuntario ejercicio de masoquismo. ¿Qué queda de las playas cercanas a la audaz incursión marítima de Peñíscola, de la orografía rocosa de Altea, de la suave manga de arena del mar Menor de Murcia?

Recuerdo mis visitas a ésta cuando el único edificio existente en ella era un pequeño pabellón de recreo situado junto a la gola y los pescadores sólo podían acceder a la zona de mayor riqueza piscícola una vez al año, en el día fijado por el cacique de aquel impoluto lago que imitaba a Franco con traje y gorra blancos, erguido en la cubierta de su pequeño yate.

La necesaria transformación de nuestras anticuadas estructuras económicas a fin de procurar una vida digna a sus habitantes se llevó a cabo con disparatada premura. El culto al hormigón y al dinero fácil unido a la falta de planes de desarrollo sostenible adaptados a la configuración del paisaje y a la incultura de los promotores y de la clase política asociada a ellos cuajaron en un agobiador panorama de ladrillo y una grotesca ostentación de nuevo rico. Se quemaron las etapas en una feroz arrebatiña de licencias de construcción dejando tras sí un erial de apartamentos vacíos y un horizonte de vacuidad desolada.

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El efecto perverso de la machacona publicidad a toda página de una foto con la leyenda “Descubre la playa más solitaria del mundo” propició la invasión de esta por un tropel de curiosos ávidos de soledad. En vez de salvar lo que debía ser preservado en armonía con el progreso y bienestar de la población se destrozó el ámbito que la sustentaba con un fervor y denuedo dignos de mejor causa. La estrechez de miras, el señuelo del provecho inmediato, la perspectiva ilusoria de una prosperidad ininterrumpida acabaron con una España que debía cambiar pero no del modo insensato en el que se efectuó.

Hermosos pueblos de Andalucía, configurados con la delicada imbricación de las aldeas bereberes del Atlas, cedieron el paso al desastre urbanístico de Mijar o Mojácar con sus casas encaramadas unas sobre otras a fin de avistar el mar garantizado por los promotores en un amazacotado conjunto falto de gracia que alcanza las proporciones de una pertinaz pesadilla o espectacular adefesio.

Eramos pobres, nos soñamos ricos y al despertar del sueño descubrimos que somos pobres de nuevo

Eramos pobres, nos soñamos ricos y al despertar del sueño descubrimos que somos pobres de nuevo y, como hace medio siglo, tenemos que buscarnos no ya los garbanzos sino el menú de los fast-food fuera de nuestras fronteras. A la autosatisfacción chovinista de los años de vacas gordas ha sucedido el desengaño y amargura provocados por la falta de futuro y el naufragio de nuestras previsiones y anhelos. Ni siquiera nos queda el refugio de volver al claustro materno de unos pueblos devastados por la barbarie inmobiliaria. Los parques naturales que sobreviven en las proximidades de la costa andaluza, de La Almoraina a Cabo de Gata, perduran de forma precaria. Los planes faraónicos permanecen al acecho de nuevas presas. Alcornocales, pinares y otros bosques centenarios corren el riesgo de ser barridos por un monstruo como el del hotel de Carboneras, un golf resort de 18 hoyos o un coto de caza para jeques del Golfo. (¿Para qué ir a masacrar elefantes a África si podemos traernos unos cuantos ejemplares a la Península y disparar heroicamente a su manso testuz en un cómodo safari sin correr el riesgo de una caída y rotura de cadera?). La prepotencia de los saqueadores campa a sus anchas y son recibidos como reyes por nuestros políticos (Barcelona y Madrid emularon noblemente en rendir tributo al Gran Casino de Las Vegas, el filántropo Adelson).

Lo elaborado pacientemente por nuestros agricultores y artesanos —los bancales cuidadosamente escalonados de la costa alicantina, las bellas alquerías almerienses— ha sido víctima del atropello por una seudomodernidad sin contenido estético alguno. Nada o casi nada del nuevo panorama arquitectónico de la oxidada Marca España está hecho para durar sino como ejemplo de estropicio y absurda grandilocuencia: Ciudades de las Artes sin arte y de las Ciencias sin ciencia, convertidas en una concha vacía como el cráneo del cerebro que las concibió.

Las generaciones venideras juzgarán como corresponde la codicia de unos y prepotencia de otros en su miope concepción de un progreso que se ha desvanecido como un espejismo a costa de la destrucción de un paisaje que permanece vivo en la memoria de los viejos pero que ya no se recuperará jamás.

Juan Goytisolo es escritor.

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