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Columna
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Abdicación

La marcha del Rey muestra una necesidad social, las ganas de renovarse y de reinventarse

Rosa Montero

Antes de que se cumpliera una hora del anuncio de la abdicación ya había recibido por whatsapp siete chistes al respecto, siete viñetas con imágenes trucadas y muy elaboradas, y todas ellas confeccionadas en mitad de una mañana laboral. Esta es una de las consecuencias de tener seis millones de parados: que, cuando es menester chotearse del poder, hay muchísimo personal con tiempo y ganas suficientes para hacerlo. Después de los chistes llegarán, y se me abren las carnes de sólo pensarlo, infinidad de artículos y comentarios sesudísimos sobre la Monarquía. No quisiera yo extenderme en eso; digamos que creo que tanto la Monarquía constitucional como el sistema presidencial tienen sus pros y sus contras, y que, aunque el Príncipe me gusta y pienso que ahora no es el mejor momento, sin duda habrá que hacer antes o después un referendum sobre cual es la forma de Gobierno que queremos. Pero mi primera reacción ante la abdicación no ha sido política, sino personal. Ha sido la constatación del paso del tiempo; la sensación de alivio pero también de melancolía ante la desaparición de un tío abuelo irritante y que ya se estaba poniendo imposible pero que ha formado parte del paisaje de una buena parte de tu biografía. O sea: su abdicación como metáfora de tantas otras abdicaciones en la vida, de los cambios, las pérdidas, las despedidas. Pero también de los renacimientos. Las bromas sobre la marcha del Rey muestran una necesidad social, las ganas de renovarse y de reinventarse. Después de que las últimas y deprimentes elecciones revelaran que una cuarta parte de la UE es fascista (a veces, de pura desesperación, deseé marcharme de España; ahora deseo marcharme de Europa), necesitamos una catarata de abdicaciones. Necesitamos acabar con el viejo mundo y ser capaces de inventar algo mejor.

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