El Salvador: nueva oportunidad para la paz
La deuda con el pueblo salvadoreño no ha sido saldada tras la dictadura
A escasas semanas de la investidura del nuevo presidente salvadoreño, el efemelenista Salvador Sánchez Cerén, y tras un proceso electoral convulso en el que el partido opositor, Alianza Republicana Nacionalista (ARENA), llegó incluso a pedir la nulidad de los resultados electorales argumentando “falta de imparcialidad” del Tribunal Supremo Electoral por no atender a su petición de hacer un recuento “voto por voto”, parece evidente que los grandes retos de este nuevo Gobierno irán de la mano de “los problemas de siempre”.
Las cifras de feminicidios, aun habiéndose reducido en un 76% entre 2011 y 2013 según la Red Feminista Frente a la Violencia Contra las Mujeres (RED-FEM), continúan arrojando vergonzantes porcentajes de impunidad promovidos en gran parte, por la negación de los propios jueces a aplicar la Ley Especial Integral para una Vida Libre de Violencia para las Mujeres aprobada en 2011. La inseguridad ciudadana mantiene su yugo sobre el devenir salvadoreño, tal y como ha reconocido el ministro de Seguridad, Ricardo Perdomo, quien el pasado mes señalaba que tras el fin de la “tregua” firmada en 2012 por las pandillas más violentas, los índices de delincuencia organizada han vuelto a aumentar. No en vano, según el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), El Salvador posee la tasa más alta de homicidios de jóvenes en el mundo. Sin olvidarnos, que más de un tercio de la población salvadoreña sigue viéndose abocada a representar el papel de la eterna población migrante, sin que, de parte de la comunidad internacional, se haga nada para impedir que estas personas sufran todo tipo de abusos por parte de las autoridades o las mafias del narcotráfico, alimentado un clima de total de impunidad ante las extorsiones, reclutamientos forzados o explotación sexual de los que son víctimas.
El Salvador se encuentra también en un momento crítico en lo que a la justicia respecta. Las represalias contra defensores y defensoras de los derechos humanos se han generalizado en el país, incluyendo el cierre repentino de Tutela Legal, una organización de Derechos Humanos originalmente fundada por monseñor Romero, y un ataque devastador en las oficinas de Pro-Búsqueda, una organización dedicada a la investigación de la desaparición forzada de niños durante la guerra. Huelga decir que hoy es más necesario que nunca apoyar la causa de la justicia en El Salvador.
El país centroamericano posee la tasa más alta de homicidios de jóvenes en el mundo
Durante el conflicto armado en El Salvador (1980-1992), mujeres, niños y personas ancianas fueron eliminados de manera sistemática y sin testigos, en despliegues operativos cuyo único objetivo era exterminar masivamente a la población civil. Para el Ejército salvadoreño y sus bandas afines, “limpiar” las zonas rurales implicaba eliminar a aquellas personas que pudieran brindar suministros, escondites o información a las fuerzas insurgentes.
La comunidad de Santa Marta, en el Departamento de Cabañas, fue una de esas zonas golpeadas por la Política de Terror del Estado Salvadoreño. Asimilada por el Ejército como base social de la guerrilla del Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN), en su territorio se sucedieron los horrendos patrones de represión oficial: estigmatización de los campesinos como terroristas y masacres indiscriminadas. Sus habitantes fueron considerados, en todo caso, presuntos culpables.
Una de estas matanzas, la de Santa Cruz, ejecutada en noviembre de 1981, bajo el mando del coronel Sigifredo Ochoa Pérez, hoy diputado en la Asamblea Legislativa salvadoreña, acabó con la vida de centenares civiles. El entonces coronel coordinó un operativo que durante nueve días bombardeó siete comunidades del municipio de Victoria (San Jerónimo, San Felipe, La Pinte, Peñas Blancas, Santa Marta, Celaque y Jocotillo) bloqueando la salida de la población hacia los campos de refugiados en territorio hondureño gracias al apoyo militar de las Fuerzas Armadas de dicho país.
Ni una persona ha sido responsabilizada de ordenar crímenes de lesa humanidad
A pesar de la presión internacional y de que ya en 1978 la Asamblea General de la Organización de Estados Americanos había llamado la atención al estado salvadoreño ante las flagrantes violaciones de derechos humanos que se estaban sucediendo en su territorio, el Ejército salvadoreño describió esta campaña militar como una de las operaciones de limpieza más exitosas del país.
El asedio, que comprendió entre otras atrocidades ametrallamientos desde el aire e incursiones militares durante la noche, obligaba a las comunidades a resguardarse en espacios ajenos a sus hogares, ya fuera entre la maleza o en cuevas, al ser precisamente sus viviendas, según relatan los supervivientes, el objetivo principal de los ataques.
El pasado mes de noviembre, la ciudadana salvadoreña María Ester Hernández Hernández, atendiendo al alegato de la Corte, tuvo el valor de denunciar penalmente ante la Fiscalía General de la República, al exfuncionario militar, Sigifredo Ochoa Pérez, por la muerte de cinco de sus familiares en la matanza de Santa Cruz. Esta iniciativa que por primera vez se dirige contra un funcionario del Estado salvadoreño y que está siendo acompañada por representantes de organizaciones de víctimas y defensores de los derechos humanos, entre los que se encuentra FIBGAR (Fundación Internacional Baltasar Garzón), persigue, no sólo recuperar los derechos de María Ester como víctima, sino también acabar con el clima de impunidad del que gozan quienes fueron violadores masivos de los derechos humanos durante el conflicto armado salvadoreño.
Que gracias a la Ley de Amnistía, el excoronel Ochoa Pérez sea actualmente miembro de la Asamblea Legislativa salvadoreña, y que, a pesar de su desprecio por los derechos humanos, siga gozando de poder e impunidad en El Salvador contemporáneo, es aberrante. Ni una sola persona ha sido responsabilizada de haber ordenado los crímenes de lesa humanidad cometidos en el contexto del conflicto, aunque afortunadamente el año pasado se vieron algunos avances históricos en este sentido.
En una decisión sin precedentes, la Fiscalía General de la Nación anunciaba en septiembre del pasado año, después de la sentencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos que abría investigaciones sobre la masacre de El Mozote y de hasta otros 32 abusos cometidos durante la guerra; apenas unas semanas después, la Corte Suprema declaró que se pronunciaría sobre la constitucionalidad de la Ley de Amnistía. Dicha sentencia se espera literalmente cualquier día de estos. Asimismo, el pasado mes, en otro veredicto histórico, el mismo tribunal ordenó a la Fiscalía General investigar la masacre de 1981 en San Francisco Angulo, señalando que de no hacerlo, negaría a las víctimas su derecho a la justicia.
En relación al caso de Ester Hernández también se ha abierto una puerta a la esperanza. A día de hoy ya se ha designado un fiscal al caso y además, el pasado 31 de marzo, Phillipe Burgois, antropólogo estadounidense sobreviviente de la masacre, declaró ante la unidad especializada de la fiscalía encargada de recibir las denuncias relacionadas con violaciones de derechos humanos ocurridas en el marco del conflicto armado. Aunque en un primer momento se pretendió tomarle declaración únicamente como testigo de los hechos, finalmente y a criterio de los fiscales, su testimonio fue recogido en calidad de víctima y será sumado a la denuncia presentada por Ester Hernández contra el excoronel Ochoa Pérez.
Podemos decir que se están dando avances en El Salvador, pero aún es necesario un mayor esfuerzo. Aplaudo, en el sentido de la reparación a las víctimas, lo ocurrido durante el mes de marzo en la comunidad de Santa Marta, escogida para acoger el Sexto Tribunal de Justicia Restaurativa. Abrir espacios como éste, de encuentro y apoyo a las víctimas resulta fundamental no sólo para acabar con el silencio impuesto por los culpables, sino para que puedan ser las propias víctimas quienes reclamen sus derechos a la justicia y a la verdad.
El 16 de junio de 1979, monseñor Óscar Arnulfo Romero, pronunciaba en su homilía un mensaje de esperanza y reparación. Un deseo que un año más tarde le costaría la vida. “Yo tengo fe, hermanos, que un día saldrán a la luz todas esas tinieblas, y que tantos desaparecidos y tantos asesinados, y tantos cadáveres sin identificar, y tantos secuestros que no se supo quién los hizo, tendrán que salir a la luz. Y entonces tal vez nos quedemos atónitos sabiendo quiénes fueron sus autores”. Hoy, 35 años después, los autores de dichas atrocidades continúan marcando el rumbo de un país exhausto, extorsionando a sus conciudadanos, golpeando a sus mujeres. La deuda pendiente del pueblo salvadoreño aún sigue vigente, no es posible construir la democracia y el bienestar sin depurar responsabilidades. Que se investiguen y sancionen las violaciones de los derechos humanos y los crímenes de lesa humanidad en el Salvador son condición sine qua non para que las palabras de monseñor Romero se hagan realidad, el mandato del nuevo presidente alcance verdadera dignidad democrática y la sociedad salvadoreña pueda alcanzar la paz justa que anhela.
Baltasar Garzón es abogado y presidente de FIBGAR.
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