El derecho a protestar
La violencia no puede ser la excusa para cuestionar una libertad fundamental
En momentos en que se discute en España una nueva normativa en materia de seguridad ciudadana, la academia jurídica debe contribuir a enriquecer la conversación colectiva al respecto. Debates semejantes no pueden ser llevados adelante, exclusivamente, a partir de la consideración de las necesidades del mercado, la libre empresa o los valores del orden y la estabilidad sociales. Como forma de empujar esa discusión, en lo que sigue me concentraré en un solo aspecto de la misma, vinculado con el derecho a la protesta.
El derecho a la protesta no es un derecho más, sino uno de especial relevancia dentro de cualquier ordenamiento constitucional: se trata de un derecho que nos ayuda a mantener vivos los restantes derechos. Sin un robusto derecho a la protesta, todos los demás derechos quedan bajo amenaza, puestos en riesgo. Por ello resulta sensato designar al derecho a la protesta como “el primer derecho”.
El filósofo político John Rawls defiende una idea en parte semejante, cuando habla de la especial prioridad (“prioridad lexicográfica”, decía Rawls, en su particular y rico lenguaje) que merecían cierto tipo de libertades civiles básicas, aún frente a otros importantísimos derechos económicos y sociales. Para Rawls, si tenemos vivienda, pero carecemos del derecho a movilizarnos y criticar a nuestras autoridades, no es dable esperar que estos últimos derechos emerjan de resultas de la existencia del primero (nuestro garantizado derecho a la vivienda). En cambio, si tenemos un amplio y genuino derecho a la crítica política, es dable esperar que ganemos nuevos derechos (y que preservemos intactos aquéllos con los que ya contamos) a resultas del primero: ahora podemos luchar por los que no tenemos.
La mayoría de los países europeos endurece las normas referidas a la “convivencia ciudadana”
En razón de que, intuitivamente, reconocemos el valor del derecho a la protesta, nos indignamos al saber que Gobiernos como el venezolano arresta sin miramientos a los miembros de la oposición, o facilita el ejercicio de la violencia contra quienes se manifiestan en contra de las autoridades. Nos incomoda, de modo similar, saber que el Gobierno chileno o el ecuatoriano utilizan el rigor de las leyes antiterroristas contra debilitados grupos indígenas; o que el Gobierno argentino acumula muertos en situaciones de protesta social (alrededor de una veintena) detrás de una imperturbable retórica de compromiso con los derechos humanos. La misma actitud de inquietud y crítica es la que debiéramos mantener en Europa, especialmente cuando la mayoría de los países de la región vienen endureciendo sus normas referidas a la “convivencia ciudadana”; deslizan también, detrás de la ambigüedad de sus normas “antiterroristas”, medidas capaces de alcanzar a los “indignados” de este tiempo; y autorizan a sus fuerzas coercitivas a llevar adelante prácticas sistemáticamente hostiles a quienes protestan. En ocasiones (pienso, por tomar un ejemplo, en el caso de Austin contra Saxby, en Reino Unido), sus máximas autoridades judiciales dan respaldo a actuaciones impropias de los cuerpos policiales, a partir de decisiones ligeramente fundadas, y aún a riesgo de dar la espalda a la propia jurisprudencia europea en la materia.
Frente a la protesta, no basta alegar (como lo hacen algunos de sus críticos; o como lo hicieran las propias autoridades judiciales británicas, en el caso citado), que la que se desarrolla en la calle puede traer aparejada violencia: la violencia, si es esperada, puede prevenirse; si irrumpe, puede lidiarse con ella por separado; y en ningún caso debe servir como excusa para poner en cuestión el derecho fundamental en juego. Es lo que todos nuestros países han aprendido a hacer, en relación con el derecho de huelga: que un individuo cometa un acto de violencia durante una huelga no pone en duda al derecho de huelga, sino al individuo que cometió dicho acto de violencia.
Tampoco es sensato recortar la protesta aludiendo a la presencia de otros intereses relevantes (mucho menos apelando a vaguedades tan intrigantes como “el clima de negocios”; o “el reclamo de los mercados”): los derechos no son otra cosa que intereses fundamentales, a los que identificamos como tales para dejar en claro que merecen una atención prioritaria, y que no aceptamos desplazarlos por consideraciones que no sean de idéntica jerarquía. ¿Y qué decir, entonces, frente a la presencia no de vaporosos intereses, sino de otros derechos eventualmente en conflicto con el derecho a protestar (el derecho a la paz social o al orden; el derecho al libre tránsito)?
Frente a esas situaciones de conflicto entre derechos, no nos queda más que seguir razonando. Necesitamos, sin duda, hacer el máximo esfuerzo por acomodar todos los derechos en tensión entre sí, pero debemos aceptar a la vez que, de forma habitual, el conflicto de derechos se resuelve recortando algunos de los derechos en juego. Se trata de situaciones desgraciadas para el orden constitucional, pero también del “pan de cada día” de nuestra vida jurídica. En uno de los casos judiciales más famosos en la historia de la libertad de expresión —New York Times contra Sullivan, referido a las gravísimas críticas que había recibido el jefe de la policía de la ciudad después de ordenar la represión de una protesta— el Tribunal Supremo de los Estados Unidos sostuvo que el derecho al honor del funcionario debía ceder frente a la necesidad de mantener un “debate público robusto, desinhibido, ilimitado”. Es decir, el tribunal reconoció que, de modo habitual, en las situaciones de conflicto se plantean tensiones entre derechos; y que la elección en torno a cuál derecho preservar intacto del modo más firme depende de razones públicas sustantivas (el vigor del debate democrático).
La democracia no
puede limitarse al ejercicio periódico del derecho al voto
Razonamientos como el citado nos ayudan a pensar en lo siguiente: cuando nos enfrentamos a situaciones de conflictos de derechos no tiene mucho sentido ponerse a hacer cálculos y ponderaciones esotéricas, ni recurrir a fórmulas matemáticas. Necesitamos, simplemente, mantener intactas y en ejercicio a nuestras capacidades deliberativas. En lo personal, por razones como las hasta aquí revisadas, sostendría que, dentro de la lista de derechos fundamentales incorporadas en nuestras Constituciones, derechos como el de la libre expresión ocupan un lugar privilegiado; que, a su vez, las expresiones de crítica política son las que merecen se sitúan en el lugar más alto o protegido, dentro de la diversidad de discursos relacionados con la libre expresión (el discurso comercial; las expresiones obscenas; etcétera); y que, por lo demás, las expresiones de crítica política impulsadas por grupos desaventajados merecen un resguardo especialísimo, sobre todo si estos sufren, como en nuestros países, injusticias graves, y cuentan con dificultades especiales para acceder al foro público, por razones ajenas a su propia responsabilidad.
Hay quienes dirán —como han dicho jueces y políticos en sus peores días— que la protesta debe limitarse, ya sea para resguardar la democracia, ya sea porque la democracia se ejerce a través del voto. A ellos habrá que preguntarles, en primer lugar, en qué idea de democracia están pensando (¿democracia limitada al ejercicio periódico del voto?). Y enseguida ayudarles a advertir que es al revés de lo que sugieren: porque pocas cosas nos importan más que la democracia, es que exigimos el máximo respeto frente a las opiniones de quienes disienten con nosotros.
Roberto Gargarella es profesor de Derecho Constitucional y doctor en Derecho.
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