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"Fui el mejor robando bancos y secuestrando a ricos"

Alvin Karpis fue el último enemigo público de la Gran Depresión. Detenido por J.E. Hoover, fue mentor en prisión de Charles Manson. Y murió a su manera: ligando en Torremolinos

Alvin Karpis, apodado ‘La Rata’ por el director del FBI, John Edgar Hoover, llega a Canadá en 1969 tras ser deportado desde EE UU, en cuyo sistema penitenciario había pasado los últimos 33 años de su vida.
Alvin Karpis, apodado ‘La Rata’ por el director del FBI, John Edgar Hoover, llega a Canadá en 1969 tras ser deportado desde EE UU, en cuyo sistema penitenciario había pasado los últimos 33 años de su vida.Corbis

“¿A cuántos hombres maté? Bueno, alguna vez los he contado... Pero no se lo voy a decir, ¿de acuerdo?”. Con cazadora beige, gafas de grande montura metálica, pelo cano, escaso y revuelto y una voz pausada y de tono bajo, Alvin Karpis responde a su entrevistador desde el asiento posterior de un coche antes de romper en una carcajada seca y corta. No mira a la cámara. Apenas gesticula. Es 1971. Tiene 64 años y aspecto incipiente de anciano pícaro. También de abuelo complaciente. Hace solo dos años que ha salido de la cárcel, donde ha pasado los últimos 33 de su vida, 26 de ellos en la prisión de Alcatraz. El récord de permanencia de un recluso en el penal de la bahía de San Francisco, que cerraría como tal en 1963, pocos meses después de que él fuera trasladado a la isla de McNeil, en el estado de Washington, donde permaneció hasta recibir la condicional y ser deportado a su Canadá natal. Allí escribió un libro detallando su vida criminal (Public enemy number one). Y allí se dedicó durante meses a viajar para promocionarlo, firmar ejemplares y ganar dinero para su recién estrenada jubilación. Aquella entrevista era parte del plan publicitario de la editorial. Dos años después Karpis dejaría su país. Sin opción de regresar a Estados Unidos, quien fuera conocido como el número uno de los enemigos públicos, el último de los criminales de la Gran Depresión que fue capturado por el FBI, buscó un nuevo hogar. Quería un lugar al que huir del frío canadiense, donde nadie le conociera y donde pudiera mantenerse con el dinero que había ganado con su libro. Y así fue como en 1973 Albin Francis Karpowicz, como figuraba en su pasaporte, hijo de inmigrantes lituanos en Norteamérica, aterrizó en Madrid. Su destino final: Torremolinos. Aquel pequeño pueblo de pescadores se había convertido en el destino predilecto de la Costa del Sol y vivía entonces sus últimos años de apogeo antes del declive que llegaría con los años ochenta. El final de dos décadas durante las que se transformó en un oasis de libertad y modernidad en la España de Franco rebosante de turistas extranjeros y de estrellas que, como Frank Sinatra o Charlton Heston, rodaban sus películas en Andalucía y apuraban las noches en los bares de sus hoteles.

“Mi profesión era robar bancos y secuestrar a hombres ricos. Y era bueno. Probablemente el mejor de Norteamérica entre 1931 y 1936. En otras circunstancias podría haberme convertido en un gran abogado, o en un próspero hombre de negocios, o haber asumido cualquier otro puesto que requiriese cerebro, estilo y actitud”, escribió el propio Karpis en su biografía al salir de la cárcel. Tras él dejaba tres acusaciones por secuestro, por las que le persiguió la Oficina Federal de Investigación (FBI), incontables atracos, desde bancos, pasando por joyería hasta trenes y camiones de correos, y un número indeterminado de entre 3 y 14 asesinatos que nunca pudieron probarle, lo que le salvó de ser condenado a muerte. Karpis no ocultaba que durante su carrera criminal había matado. Pero nunca dio detalles. Ni siquiera a las mujeres que le rodearon durante los últimos años de su vida. Aquellas a las que, con su voz suave y pausada, con seguridad en sí mismo y cierta autoridad, revelaba su pasado como enemigo público. Ellas eran de las escasas personas, además de un veterano británico de la Segunda Guerra Mundial con quien compartió años de amistad en Torremolinos, a las que contaba quién había sido.

“Siempre tenía una novia. Durante los años que pasó en España hasta cinco o seis diferentes. Una vez que las conocía le gustaba decirles quién fue”, recuerda por teléfono Robert Livesey, un canadiense que es hoy el último amigo vivo de Karpis. Él viajó a Torremolinos para conocerlo y escribir junto a él un segundo libro sobre su vida, centrado en los años que pasó en la cárcel de Alcatraz. Lo visitó periódicamente hasta que murió el 26 de agosto de 1979. Según los informes preliminares, que algunos periódicos de Estados Unidos reprodujeron, Karpis, el último de los grandes gánsteres de los años treinta, se había suicidado ingiriendo somníferos. Una versión rectificada meses después en la prensa: falleció por muerte natural. Su última morada, el cementerio malagueño de San Miguel, donde sus restos ocuparon durante veinte años el nicho 2.300. Después, cuando nadie los reclamó, desaparecieron en una fosa común.

“Al, como le llamábamos los amigos, andaba continuamente buscando nuevas novias. Le gustaba que fueran 20 o 30 años más jóvenes que él, atractivas, inteligentes y que tuvieran dinero”, continúa su relato Livesey. Aquellas mujeres le paseaban en su Jaguar por la Costa del sol, como Pati, durante el verano de 1974. O le permitían acelerar su ritmo de vida, como Nancy, su última conquista, que gastaba con él en España el dinero que le enviaba su pareja, un anciano empresario de Chicago, y que se marchó de Torremolinos una semana antes de que Karpis falleciera. Él las trataba bien. E incluso las ayudaba aconsejándolas cuando se ponían a dieta. Había pasado tantos años en la cocina de la cárcel de Alcatraz que diferenciaba bien los alimentos por su nivel de grasas.

Cartel de búsqueda publicado por el FBI en 1934
Cartel de búsqueda publicado por el FBI en 1934Corbis

Aquellas mujeres eran de las pocas personas que se acercaban al gánster. El resto de su entorno lo formaban turistas. Ninguno sabía quién era ni quién había sido. Karpis había alcanzado el anonimato que buscaba. Sin hablar español, el canadiense se relacionaba con los extranjeros de paso por la ciudad. Por eso hoy, 40 años después de su llegada a España, resulta imposible encontrar españoles que le conocieron y trataron. Era un jubilado más viviendo su retiro bajo el sol malagueño. Un hombre que, cuando le preguntaban dónde había pasado la Segunda Guerra Mundial, siempre respondía, entre esquivo y juguetón, “en una isla en el Pacífico”. Y no mentía.

El último de una estirpe

La llegada de Alvin Karpis a Alcatraz supuso el final de una era, la de los enemigos públicos. El carpetazo a la época en la que las bandas de gánsteres recorrían el Medio Oeste norteamericano asaltando bancos, secuestrando y matando. “Los días del crimen en Estados Unidos”, como lo define John Fox, historiador del FBI. Media década, los primeros años treinta, durante la que los agentes federales, ya con J. Edgard Hoover al frente, persiguieron por todo el país a criminales que atemorizaban pero también fascinaban a los estadounidenses. El más famoso e importante de ellos, John Dillinger, a quien el FBI mató finalmente en Chicago en julio de 1934 a la salida de un cine tras ver Manhattan melodrama (W.S. Van Dyke, George Cukor, 1934). Un personaje clave que ha inspirado numerosas películas, la última de ellas, Public Enemies, protagonizada en 2009 por Johnny Depp, dirigida por Michael Mann y en la que Giovanni Ribisi (Avatar, Los diarios del ron) interpreta brevemente a Karpis.

“Aquellos hombres despertaban un gran interés. El crimen ha sido una fascinación cultural en la historia de Estados Unidos. Sobre todo cuando los criminales tienen una combinación de carisma, astucia y talento”, analiza Fox. “No intentamos emularlos, pero sentimos cierto respeto por ellos. Y algunos de aquellos criminales, como Dillinger o Karpis, avivaban la imaginación de la gente”. Para combatirlos, el FBI creó unidades especiales y buscó contrarrestar también públicamente la imagen que proyectaban. “Aprovecharon los medios para exhibirse como los tipos duros que luchaban contra el crimen. Los hombres buenos que se enfrentaban a los malos. Como los bomberos contra el fuego”, explica el historiador, desde la sede central de los agentes federales en Washington.

Karpis, sin embargo, no figura hoy entre los más conocidos. No compite en notoriedad con Dillinger. Ni en fama con la pareja por excelencia de criminales, Bonnie y Clyde. Aunque la suya fuera, como escribió el propio Hoover en sus memorias, “las banda más dura que al FBI le tocó eliminar”. Pero él no murió con su traje cruzado puesto y un subfusil Thompson capaz de disparar un millar de balas por minuto en la mano, como la mayor parte de sus colegas. Ni su historia llegó nunca a la gran pantalla. Y eso que la compañía Hecht-Hill-Lancaster, que lideraba el actor Burt Lancaster, le pagó 20.000 dólares entre 1977 y 1978 por los derechos de su libro. El guión estaba escrito y también elegido quien le interpretaría: Steve Moqueen. Una elección perfecta, según le contó el propio Karpis a Livesey, que se veía fielmente representado en el estilo y la frialdad del actor. Pero el proyecto nunca salió adelante. La compañía de Lancaster intentaba entonces, sin éxito, relanzarse tras más de 15 años sin hacer una película.

Vida de este gánster

La vida de Karpis fue un calco de la de aquellos gánsteres hoy más célebres. La de un muchacho de familia pobre fascinado por los ladrones de bancos de los años veinte que descubrió pronto que el crimen era el camino a una vida más fácil. “No creo que uno nazca criminal. Pero yo ya iba encaminado antes siquiera de vestir pantalones largos”, escribió. Recordaba entonces cuando aun era un niño en Topeka, Kansas, a donde se mudaron sus padres desde Montreal, donde él nació en 1908, y rompía escaparates “de 50 dólares en tiendas para robar objetos que apenas valían 3”. Después llegarían los primeros arrestos por colarse en trenes y robar tiendas. Y su primera condena de cinco años en el reformatorio. Pero no sería hasta 1930 cuando, detenido de nuevo por robo, fue enviado a la prisión estatal de Kansas, en Lansing. Allí, trabajando en la mina de carbón, conoció al hombre que se convertiría en su socio: Fred Barker, siete años mayor que él. En mayo de 1931, tras ser puesto en libertad, Karpis viajó hasta Tulsa, Oklahoma, donde le esperaba ya Fred, que había salido de prisión varias semanas antes. Y ahí se fundó la que después el FBI bautizaría como la banda Barker-Karpis, que llegó a contar con 25 integrantes y que cometió atracos por todo el país, desde Florida hasta Minnesota.

En la película sobre su vida que jamás se rodó, Steve McQueen iba a ser Karpis. Y él, encantado

Durante los siguientes cuatro años Karpis, aliado de los hermanos Fred y Doc Barker, que se les unió tras salir también de la cárcel en 1932, desvalijaron bancos de estado en estado. Pero cruzaron la línea que separaba entonces un crimen estatal de uno federal cuando secuestraron a tres empresarios y atracaron camiones y trenes con correo. Entonces entraron en el objetivo del FBI. Fred era, según lo definió Karpis, “un asesino nato”. Doc, el menor de los Barker, “no parecía peligroso, pero era un operador letal”. Y ya fuera de la cárcel, Karpis, cuando le preguntaban, decía de sí mismo: “He escuchado que yo era un hombre violento… Porque lo era”. Se ganó entonces el apelativo de Creepy (espeluznante), que, según recogió en sus memorias, es como le había definido un policía por su forma de conducir durante una persecución.

La leyenda de la banda, sin embargo, se fraguó ya entrado el año 1934. El trabajo del FBI daba resultados. “Todos los peces gordos estaban cayendo”, recordaba Karpis años después aquellos meses. En mayo de aquel año eran acribillados por los agentes Bonny y Clyde. En julio sorprendían a Dillinger, fumando el que sería su último pitillo, a las puertas de un cine. En octubre mataban al apuesto Pretty Boy Floyd. Un mes después caía también en un sangriento tiroteo en Chicago Baby Face Nelson, uno de los criminales más temerarios, a pesar de su célebre cara aniñada.

Los Barker-Karpis empezaron aquel año secuestrando en enero, en St. Paul, Minnesota, al banquero local Edward George Bremen, el crimen por el que finalmente Karpis fue condenado. Le tuvieron retenido durante un mes. Y pidieron un rescate de 200.000 dólares, en billetes viejos de cinco y diez dólares sin números correlativos. Se lo pagaron, pero el dinero estaba marcado. Y pronto el FBI se puso tras la pista de la banda. Mientras los otros grandes gánsteres eran eliminados, Karpis pasó los meses siguientes huyendo por todo el país. En marzo, incluso, en el hotel Irving de Chicago, él y Fred trataron sin éxito de que el cirujano Joseph P. Moran, que desaparecería para siempre cuatro meses después, les operase para borrarles las huellas digitales de los dedos. Minnesota, Ohio, Florida, Cuba… La banda logró esquivar a los federales en 1934. Pero 1935 no empezaría tan bien.

El 3 de enero cayó en Chicago uno de sus lugartenientes, Russell Gibson, en Chicago. Cinco días después fue detenido Doc Barker. En el escondite del primero los agentes hallaron información que les condujo hasta Ocala, Florida, en una de cuyas cabañas se refugiaban Fred Barker y su madre Kate Ma Barker. Ella era considerada por el FBI una de las líderes de la banda, aunque Karpis siempre defendió que aquella hipótesis era “ridícula” y que Ma Barker “ni siquiera era una criminal, aunque sabía que nosotros lo éramos y cuando viajábamos juntos decía que era nuestra madre”. Ambos se negaron a entregarse y murieron tiroteados dentro de la casa el 16 de enero.

Karpis no conocía aun la noticia. Estaba en Miami, con su novia, Dolores Delaney, embarazada. Dolores ejercía de grouppie de los gánsteres. Como eran sus hermanas, Jean y Babe, ambas parejas de dos miembros de la banda de Dillinger: Tommy Carroll y Pat Riley. Juntos se preparaban para viajar a Nueva Jersey. Ella en tren. Él en coche, junto a Harry Campbell, uno de sus hombres. El 20 de enero la policía dio con ellos en un hotel de Atlantic City. Ambos huyeron tras un tiroteo. Pero Dolores, alcanzada en una pierna, fue detenida. Aquel día fue el último que Karpis la vio. Nunca vería tampoco a Raymond, el hijo de ambos, ni años después conocería a su nieto. Aunque él, según confiesa su amigo Livesey, “nunca le dio importancia a no haberlo hecho”.

Karpis y Campbell continuaron aquel año atracando bancos y trenes. Y regresaron al suroeste para reclutar nuevos hombres. Durante un año y medio desde que cayeron los Barker, se convirtió en el último public enemy que quedaba en pie. Las noticias de su huida llegaban hasta España. “El Departamento de Justicia ha ofrecido cinco mil dólares, unas 35.000 pesetas, de recompensa para toda información que ayude a la captura de Alvin Karpis, el enemigo público número 1”, decía un breve del diario ABC el 23 de abril de 1936. Pocos días antes el periódico había publicado la noticia de su supuesta detención en una granja de Arkansas. Era falsa. Karpis aun no había caído. Seguía libre. Hasta el 1 de mayo de 1936.

Aquel día, a las cinco y media de la tarde, tras subirse a su Plymouth aparcado en Canal Street, en Nueva Orleans, escuchó la orden:

-¡De acuerdo, Karpis, pon las manos en el volante!

Rodearon el coche cinco agentes armados con pistolas y ametralladoras.

-¡Sal del coche! ¡Y cuidado dónde pones las manos!

En la prisión de McNeil,

“Le tenemos, le tenemos. Todo despejado, jefe”, escuchó que dijo uno de los agentes, mirando a un edificio al otro lado de la calle. Enseguida le rodeó una veintena de hombres. Entre ellos, el propio Hoover, que le preguntó si se sentía relajado de que todo hubiera por fin terminado. “Agradezco que la tensión haya acabado. Pero no me alegro de que me hayan detenido”, respondió el detenido. “Tienes suerte de estar vivo”, le espetó Hoover.

Al día siguiente, The New York Times tituló: “Karpis capturado en Nueva Orleans por el propio Hoover”. El director del FBI, según figura en los archivos y la versión del FBI, participó activamente en la detención, en primera línea. Según la versión de Karpis, como la recogió en su libro, presenció la detención desde la distancia y solo cuando sus hombres se habían asegurado de que estaba desarmado y retenido irrumpió en la escena. Todavía hoy aquella operación es una de las controversias abiertas en el historial del polémico y temido director del FBI. “La verdad de los hechos debe estar en un punto intermedio de ambas versiones”, concede el historiador Fox. “Hoover estaba allí. Eso es seguro. Pero el FBI era entonces una organización en proceso de cambio y mutación. Y figurar como el hombre que detuvo a Karpis era una gran campaña de relaciones públicas para el director”. Sin esposas, que ninguno de los agentes que participaron en la detención llevaba aquel día, a Karpis le ataron las manos con una corbata y le condujeron, tras perderse en varias ocasiones, porque nadie sabía llegar a ella, hasta la prisión local. Alvin Karpis había caído por fin. Él recordaría hasta el final de su vida aquel día en Nueva Orleáns. Y a Hoover… “Yo creé a ese hijo de puta”, solía repetir el gánster.

“Cualquiera que entra en prisión piensa que no va a estar ahí, que algo pasará y saldrá. Pero yo no me engañé, sabía que estaría allí”, escribió el canadiense. Casi tres décadas en Alcatraz, en la Roca. Con trabajos en la cocina de la prisión o en la biblioteca, donde aprovechaba para leer los libros que después en España, como recuerda su amigo Livesey, le permitían mantener todo “tipo de conversaciones con cualquier interlocutor”. Aquella era la isla del Pacífico donde decía haber estado destinado durante la guerra. El lugar en el que contaba que nunca se rehabilitó y del que recordaba con humor cómo “desde su bloque de aislamiento se veía mejor la bahía que desde el módulo normal”. Karpis no cambiaría de actitud -aunque, según Livesey, jamás mostraría arrepentimiento por nada de lo que hizo- hasta que lo trasladaron a McNeil, donde el alcaide Paul J. Mardigan supuso una influencia positiva y decisiva para él.

En aquella prisión él, a su vez, sirvió de inspiración para uno de los jóvenes reclusos con los que compartió condena. Se llamaba Charles Milles Manson, tenía 28 años cuando el criminal llegó a McNeil y cumplía condena por falsificación de cheques. Aun faltaban siete años para que Manson, ya en California, se convirtiera en el líder de la secta hippy que las noches del 9 y 10 de agosto asesinó a siete personas, entre ellas Sharon Tate, la esposa del cineasta Roman Polanski. Manson le pidió que le enseñara a tocar la guitarra. Quería convertirse en una estrella y hacer rock and roll. Karpis, sureño, prefería el country, pero accedió. “El pequeño Charlie es tan vago y desganado que no creo que le dedique el tiempo suficiente a aprender”, escribió Karpis en sus memorias que pensó entonces. “Ha estado en instituciones toda su vida. Su madre, una prostituta, nunca cuidó de él. Decidí que ya era hora de que alguien hiciera algo por él. Y, para mi sorpresa, aprendió rápido”. Su influencia, como la del alcaide para él, fue notable. Y su alumno todavía le recuerda hoy. Manson le contaba recientemente a este periodista, desde la prisión de Corcoran, en California, donde cumple condena como instigador de aquellos asesinatos en Hollywood, que Karpis había sido “uno de los viejos ladrones que me criaron en prisión. Uno de los tipos de los que aprendí”. Y recordaba dos anécdotas de cuestionable credibilidad. La primera, que Karpis le había regalado una guitarra comprada en Madrid. La segunda, esta sí absolutamente falsa, que también le envió a la cárcel una fotografía en la que aparecía posando como guía turístico en una prisión española.

Costa del crimen

Pero Karpis ni hablaba español ni trabajó nunca en España durante los años que residió en Torremolinos. Se dedicó a llevar un retiro plácido. Vivía en el centro, a apenas tres manzanas del ayuntamiento, en la pequeña plaza de la Caracola, en un apartamento entonces moderno de dos habitaciones por el que no pagaba nada. En la ciudad malagueña había entablado amistad con Gianni Tomasi, un italo-canadiense con quien pronto conectó y con el que compartía su afición por las mujeres. Este, fascinado por la historia de su amigo, le dejaba vivir en su apartamento, que él visitaba solo unas semanas al año. La de Karpis era una vida tranquila que no le evitaba, sin embargo, dudar cada mañana al despertarse, como contaba, si era “real” que estaba libre, porque era una “sensación fantástica”. Tan calmado –“jamás le escuché levantar la voz ni enfadarse”, ensalza Livesey- como sus tiempos de criminal en activo, cuando se relajaba pescando, fumaba cigarrillo Chesterfield y disfrutaba bebiendo cerveza o whisky tras haber aprendido a guardar silencio si lo hacía más de la cuenta.

Siempre al acecho de alguna mujer. Recibiendo con media sonrisa frente al televisor las noticias que hablaban de atracos. Y todavía, a pesar de estar retirado, con planes para dar un último golpe. “Él no iba a los bancos en España para vigilar su seguridad, sino para sacar dinero. Además de que ya no hubiera intentado atracarlos”, le defiende Livesey. Aun así, Karpis presumía de lo fácil que le resultaría asaltar allí un banco. Y que ya se había fijado en el objetivo perfecto: dos sucursales bancarias del centro separadas por una tienda. El plan, entrar en el local comercial durante la noche, atravesar las paredes que lo separaban de ambas sucursales, forzar las caja de seguridad, que consideraba anticuadas, y llevarse el dinero antes del amanecer. Limpio y rápido.

Hasta el final de su vida Karpis compartió aquel plan con su amigo Livesey y su novia de turno. Los mismos a los que solía repetir, cuando recordaba sus años como enemigo público, dos de sus anécdotas favoritas. La primera, que durante un atraco la banda siempre dependía del hombre que se quedaba en la calle. El responsable de vigilar la llegada de la policía. Un profesional necesariamente tranquilo a quien no le temblara el pulso para “abrir fuego y disparar a matar”. La segunda, que durante los asaltos él siempre era el tipo que aguardaba fuera

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