Cómo Argentina dilapida su porvenir
La fiesta consumista no ha servido siquiera para mantener la infraestructura energética, ferroviaria, caminera, hospitalaria
Dos aspectos fundamentales para medir el grado de desarrollo de una sociedad son la calidad de su infraestructura y el nivel de sus salarios. En lugar de seguir el manual de los países exitosos, la Argentina, teniendo todo para triunfar, opta por atajos que solo la conducen al fracaso.
Está claro que la máxima ambición de cualquier país debe ser tener el nivel de salarios más alto posible. Sin embargo, eso no se logra por medio de un decreto. Si así fuera, bien podrían en Uganda decretar en 7.000 dólares al mes el salario mínimo y pasaría a ser automáticamente el país con el estándar de vida más alto del mundo. Pero ni el Estado ni los particulares en esa nación podrían pagar siquiera el primer mes de esos sueldos. En línea con ese hipotético ejemplo extremo, aunque de un modo mucho más sutil, el nivel de los salarios en Argentina ha venido siendo determinado desde el Estado. Si las cuentas públicas se encuentran en situación de holgura, el Gobierno de turno comienza a inducir aumentos salariales en términos reales, es decir, más altos que la inflación y que el aumento de la productividad. Este es el instrumento más efectivo de cualquier Gobierno para congraciarse con el universo de los electores. Contenta a todos y no requiere gestión. Y tendrá siempre de aliados a los sindicatos y a la dirigencia fabril, ya que la industria depende del mercado interno para aumentar sus ventas.
Como siempre es más fácil ser generoso con lo ajeno, el Estado primero empuja a la subida a los sindicatos del sector privado. Con más reparo, se ve obligado luego a homologar esos aumentos al sector público. Como siempre hay en el horizonte elecciones en puertas (cada dos años) y todas son importantes, ya sea para acceder al poder o para conservarlo, nunca llega el momento de moderar el proceso. Se arriba entonces a un punto donde la sociedad ya no puede pagar más esos salarios. Las empresas comienzan a despedir gente. Otras cierran o quiebran. El Estado, imposibilitado de esas alternativas y una vez que agotó todas las demás instancias (liquidación de activos públicos, endeudamiento, confiscaciones, emisión monetaria…) sale de su encrucijada haciendo un ajuste. ¿Qué significa ajustar? Significa ajustarse a la realidad. ¿Qué es lo que se ajusta? El nivel del gasto, o sea, los salarios de la gente.
El nivel de sueldos que se pretende imponer no se condice con las posibilidades reales de la economía. En términos técnicos, no está de acuerdo con el nivel de productividad de la sociedad. ¿Qué es la productividad? Es la cantidad de bienes que pueden producirse por trabajador.
Cualquier Gobierno que quiera congraciarse con los electores opta por la vía de empujar las retribuciones al alza
Si una fábrica de zapatos produce 5 pares por día por trabajador, e incorpora una máquina gracias a la cual y con la misma cantidad de obreros pasa a producir 30 pares día/hombre, con esa inversión está incrementando la productividad. Si ese proceso es algo que está sucediendo a gran escala en toda la sociedad, esa comunidad está aumentando la productividad general. Está produciendo cada vez mayor cantidad de bienes, que dispone para consumir o para exportar, con lo cual aumenta también su capacidad para comprar artículos que producen otras sociedades. Si bien es un sendero virtuoso, no es un proceso sencillo, requiere de muchos equilibrios y sus beneficios, en contraposición a un modelo de consumo, solo se perciben en el mediano y largo plazo.
La empresa que produce 30 pares de zapatos diarios por operario, aparte de generar mayores ganancias a sus accionistas y flujo de caja para seguir encarando inversiones, está en condiciones de pagar un salario más alto a su plantilla.
Aquellos países donde las empresas que hacen zapatos producen 200 pares día/trabajador y donde las empresas de los otros rubros tengan un grado de productividad equivalente, fruto de máquinas más modernas y no porque sus obreros trabajen más horas o sean mejores trabajadores que los argentinos, esos países pertenecen al club de los que pagan los mejores salarios del mundo, al cual la Argentina debería volver algún día, ya que durante la primera mitad del siglo XX fue parte de ese club. Si arribaron inmigrantes de Francia, Inglaterra, Alemania, Italia o España, huyendo de las guerras, del nazismo o del franquismo, fue porque allí, amén de conseguir trabajo, se pagaban salarios iguales o más altos que en sus países de origen.
El aumento real de los salarios depende de manera ineludible del aumento de la productividad. Y ésta, a su vez, de la inversión. Por lo tanto, sólo un modelo de inversión puede hacer subir de manera genuina y sustentable los salarios. En cambio, un modelo de consumo que desaliente la inversión, es “pan para hoy y hambre para mañana”.
El éxito de una política económica se mide hoy día en su capacidad para atraer y concretar inversiones.
La Argentina experimentó un espectacular aumento de la productividad en el sector agropecuario por la revolución tecnológica que aconteció en la década de los años 90, que permitió aumentar extraordinariamente la producción. Lamentablemente, su efecto fue neutralizado por el Estado que absorbió para sí ese beneficio bajo la consigna de la distribución (a través de nuevos gravámenes, subidas de impuestos, restricciones a la exportación) lo que impidió que esa evolución continuara su proceso y se tradujera en una mejora salarial sustentable para la sociedad.
La productividad, además de ser el núcleo del proceso de desarrollo de las naciones, es el aspecto más importante de la ventaja comercial de un país o de un sector económico, eso que se llama competitividad. A su vez, la competitividad se nutre de otros cuatro factores: el nivel de los salarios (si estos bajan en dólares por una devaluación, aumenta la competitividad), la logística —o sea, la infraestructura—, el marco impositivo y el precio de los productos. Si estos suben por la irrupción de la demanda china, por ejemplo, aumenta la competitividad del sector beneficiado con la subida de precios. Y si una empresa está radicada en una región exenta de impuestos, tiene una ventaja competitiva derivada del marco impositivo.
Para preservar el futuro, los aumentos de salarios deben quedar por debajo de la inflación
En cuanto a la logística, si bien el autor ha sido un acérrimo crítico del modelo consumista financiado con deuda de la década de los 90 —durante el menemismo— no puede ignorar que, en paralelo a la revolución tecnológica del agro, también se llevó a cabo un avance sustancial en la logística al desarrollarse el sistema de puertos privados en los márgenes del río Paraná, el río interior más importante del país. Eso fue imprescindible para poder canalizar los crecientes volúmenes de exportación. Esos procesos, que transformaron la estructura productiva del sector económico más importante de Argentina (el agropecuario) se concretaron gracias a ciertas condiciones imperantes en esa década (estabilidad de precios, apertura comercial, aliento al agro…). Y habla muy bien de la potencialidad del país cuando el ambiente es propicio.
La “década ganada”, como definen los 10 años de los Kirchner en el poder, debe un reconocimiento a esos dos procesos y al aumento de la competitividad que derivó de la gran devaluación de 2002 y de la fenomenal subida de precios por el efecto chino.
A pesar de esas bendiciones celestiales, el país vive hoy una clásica situación donde el nivel de los salarios no se condice con las posibilidades de la economía. Si bien la fiesta consumista fue tan extensa, es muy triste que no haya servido siquiera para mantener la infraestructura (energética, ferroviaria, caminera, hospitalaria…), que se ha deteriorado, ¡y cómo! ¿Qué se ganó? ¿Qué queda? ¿Es tan solo “quien nos quita lo bailado”?
En el corto plazo hay dos opciones. Una —la que luce más sensata— consiste en dar aumentos 10 puntos porcentuales por debajo de la inflación (que se estima entre el 35 y el 40%). La otra, la de equiparar los aumentos con esas tasas, significaría arrojar nafta al fuego. Derivaría en despidos y en una tasa aún más alta de inflación que produciría un gran desmadre en la economía y perjudicaría en mayor grado a los asalariados, que son los grandes perdedores en estos procesos. Es la secuencia final e inevitable de un modelo de consumo.
Ricardo Esteves es empresario argentino y cofundador del Foro Iberoamérica
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