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Columna
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Por un pelo

Yo no creo en milagros, pero sí en la suerte. Y creo que no sabemos apreciar nuestra buena fortuna

Rosa Montero

Las bravatas de Putin y los gruñidos de respuesta de Obama, dos grandes gorilas macho que se aporrean el pecho, me han recordado la crisis de los misiles de 1962, cuando los rusos metieron cabezas nucleares en Cuba y durante 14 días estuvo a punto de estallar una guerra atómica. ¿Cómo suceden las desgracias mundiales? El marxismo imperante en mi juventud tenía una versión ordenada de la historia que resultaba muy tranquilizadora. Sostenía, por ejemplo, que, aunque Hitler no hubiera existido, el nazismo hubiera triunfado de igual modo, porque lo importante son las condiciones económicas y sociales, no las personas. Yo, en cambio, creo mucho más en lo accidental e insensato de la vida; pienso que las circunstancias influyen, pero que luego el destino se decide en un albur. Y así, nos salvamos de la crisis de los misiles por un pelo.

Ahora Crimea parece augurar disgustos a mansalva, pero, ¿quién sabe? Porque siempre vivimos pendientes de un hilo, pero ese hilo no siempre es catastrófico. Hace tres semanas, un vendaval tumbó un obelisco de 45 metros en el barrio madrileño de Vallecas. No hubo ni un herido porque el monolito tuvo la decencia de caerse a las seis de la mañana y la calle estaba desierta. Algún periódico incluso tituló con la palabra milagro. Yo no creo en milagros, pero sí en la suerte. Y creo que no sabemos apreciar nuestra buena fortuna: cuando enfermamos de gravedad, por ejemplo, siempre pensamos: ¿por qué yo? Pero nunca nos hacemos la misma pregunta cuando estamos pletóricos de salud. ¿Cuántas veces nos habremos salvado por un pelo sin saberlo? De accidentes, de una infección hospitalaria. O de violentos enfrentamientos civiles y de guerras. Por supuesto que hay que seguir remando: parafraseando a Picasso, que la suerte te pille trabajando. Pero, en los momentos de inquietud, alivia recordar que la buena suerte también existe.

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