Por qué un 'selfie' puede eclipsar a los Oscar
La foto de Ellen DeGeneres con media docena de estrellas es ya un mito de Internet. Explicamos por qué no podía ser de otra forma
Jennifer Lawrence no ganó un Oscar anoche. Ni Meryl Streep. Ni Channing Tatum, ni Julia Roberts ni Ellen DeGeneres, ni Bradley Cooper, ni Angelina Jolie. Y sin embargo, sus caras son lo más sonado, comentado y parodiado de la ceremonia de entrega de los Oscar que tuvo lugar anoche. Hacia el final de la gala, la presentadora, Ellen DeGeneres –gran conocedora de cómo puede un famoso mover al público en Internet–, se rodeó de este grupo de personas, le dio un teléfono móvil a Bradley Cooper y, juntas, el grupo de caras que más entradas de cine ha vendido en las últimas décadas participó en el acto más cotidiano, actual y moderno: el selfie. La foto hecha a uno mismo con teléfono móvil para publicación inmediata en redes sociales. Ellen DeGeneres escribió un mensaje ("Ojalá el brazo de Bradley fuera más largo. ¡La mejor foto de la histora!") y lo tuiteó.
No hicieron falta ni cinco horas para que esa imagen hiciera historia y para que esa historia hubiera devenido en mito. En media hora, el tuit había sido compartido 779.295 veces; más que el publicado por Obama tras su victoria en 2012 y hasta ahora más popular de la historia. En una hora, superaba el millón de retuits. Al terminar la ceremonia, llevaba dos. No se había visto nada parecido antes en la historia.
Como mandan los cánones, una imagen que ya era un símbolo universal hizo brotar las consabidas parodias con las que Internet asimila que el mundo exterior le ha colado un nuevo hito: jugando con la cara de Nicolas Cage, con la del perrito Dogue, de Grumpy Cat y con aquellos que muestren más emoción en el original. En este caso, claro, Kevin Spacey –el rostro distorsionado en un gesto entre la necesidad de poner una cara graciosa y la perfecta imitación del Baco enfermo de Caravaggio– y el hermano de Lupita Nyong'o, la ganadora a mejor actriz secundaria, también un radiante despliegue de emoción que prácticamente invita a hacer una tila y dejarla al lado de la pantalla.
En cierto modo, es la trayectoria normal de una imagen creada en lo que más atrae la atención del ser humano: la disonancia. A saber, el ver tanta mezcla de caras famosas y admiradas de varias generaciones, juntas; y no en el despliegue de una revista que probablemente hubiera tirado de Phtoshop para juntarlos en el mismo sitio, sino en algo tan cotidiano que hasta hace poco no tenía nombre y tan personal que hasta que no tuvo nombre todavía se consideraba risible despliegue de vanidad. Un selfie. La compulsión de compartirlo, por raro, se convierte en grande.
En este caso, además, está el contexto. Aún el peor y más soso de los casos, una ceremonia de los Oscar transmite a sus espectadores un halo de relativa relevancia histórica: un actor que gana el Oscar será un ganador del Oscar para el resto de sus días. Pero en el mejor y más jugoso de los casos, una ceremonia de los Oscar genera tal cantidad de frivolidades, gestos, vestidos, deslices, desplantes, chanzas y demás cotilleos entre estrellas del momento que a esa supuesta trascedencia le rodea un tipo de relevancia más potente: la del ahora. Un encontronazo entre estrellas a lo mejor no le importa a la historia pero nos importa a nosotros porque nos parece divertido. Y eso lo hace mucho más notable: como solo nos importará a nosotros, nos sentimos representados por ello.
Puede discutirse la relevancia histórica de un récord –que es al fin y al cabo algo que está ahí para ser superado y olvidado–, pero al menos por ahora, y sin albergar la menor duda de que será superado más pronto que tarde, los dos tipos de importancia, la del ahora y la eterna, se han convertido en una.
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