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Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Vergüenzas repartidas

Los naufragios de Lampedusa destapan la deriva xenófoba y las deficiencias políticas de la UE

Los trágicos naufragios de Lampedusa de los días 3 y 11 de octubre, en los que han muerto más de 350 inmigrantes, han puesto de relieve de manera descarnada las graves contradicciones en las que incurre el mundo rico respecto a los flujos migratorios y, en concreto, las deficiencias políticas de la Unión Europea en este terreno.

Intensificar de manera simultánea y urgente “operaciones de seguridad y salvamento” es una necesidad, pero apenas un parche para un problema más profundo que requiere una política coordinada y de largo plazo capaz de resistir con mayor solidez los vaivenes sociales de los países limítrofes. La inestabilidad política que viven los países del norte de África está en el origen de los últimos y dramáticos trayectos marítimos. Algunos acuerdos bilaterales para que esos países de origen o tránsito de las mafias mantuvieran a raya a la inmigración no autorizada han saltado por los aires, demostrando que la política migratoria debe encontrar mecanismos más sólidos que no se limiten a desplazar el drama unos cuantos kilómetros al sur.

La UE, al igual que los países que la componen, deben intensificar sus acuerdos de movilidad, como el ya existente con Marruecos, y, sobre todo, facilitar desde el exterior los procedimientos administrativos a aquellos que quieren llegar a Europa bien por razones económicas, bien por razones de persecución política. Tales dispositivos, unidos a la estrecha vigilancia de las fronteras exteriores —que requieren un aumento, y no una rebaja, del presupuesto de Frontex—, disuadirían a las mafias que mercadean con seres humanos de poner en riesgo tantas vidas en el mar.

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Por lo demás, cuando todos los mecanismos fallan —incluida la crucial cooperación al desarrollo—, Europa dispone de medios más que suficientes para afrontar solidariamente el problema de los refugiados y la inmigración ilegal y, sin duda, para asistir a los indocumentados de manera digna mientras se organiza su repatriación o su acogida. No es justo que los del sur soporten solos la presión en el Mediterráneo, pero tampoco que sean casi en exclusiva los del norte los que acojan los demandantes de asilo. Inmigrantes económicos y refugiados viajan juntos.

Europa debería disponer, en definitiva, de una política acorde con los principios de los derechos humanos que sostiene. Y ello es incompatible con la deriva xenófoba de una parte importante de la opinión pública. De poco sirve lamentarse ahora de la hipocresía que supone dar la nacionalidad a los muertos mientras se multa a los supervivientes si previamente se han alentado leyes y directivas que así lo establecen. Italia no está sola en ese tipo de medidas. Quince países penalizan a los ciudadanos que alquilen viviendas a los indocumentados y la propia UE se ha dotado de directivas similares y que permiten la detención de hasta año y medio. Las vergüenzas en este capítulo están demasiado compartidas.

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