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Columna
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Jubilación

¿Qué hacer ahora, a las diez de la mañana, sabiendo que ya forma parte del ejército de pasivos?

Jorge M. Reverte

La jubilación. Uno llama, le dan cita para una fecha y una hora, y sorprendentemente para lo que solemos pensar de la eficacia de la Administración, suena un timbrecito y aparece en una pantalla la clave que le han dado para ser atendido. A la hora anunciada.

El funcionario tiene dos cualidades importantes: es amable y conoce su trabajo. En pocos minutos, todas las dudas quedan resueltas sin tener que aportar ningún papel. Basta con el DNI. De lo demás se encarga el señor que te atiende, ayudado por un sistema informático potente y exacto.

Y sale uno del llamado centro de contacto con la sentencia en la mano: dentro de un mes estará jubilado y comenzará a cobrar la prestación correspondiente en el banco que prefiera.

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El cálido aire de este otoño tardío besa la cara del protagonista. ¿Qué hacer ahora, a las diez de la mañana sabiendo que ya forma parte del ejército de pasivos? Pues tomar un café y dar una vuelta por el Retiro.

Sin darse cuenta, el protagonista de la historia atenúa la velocidad habitual de su marcha y se coge las manos por la espalda. Pasea con la cabeza algo gacha y se deleita con el sabor de un café, poco tostado por una vez, en una terraza. El tiempo ha cambiado de ritmo. Discurre de otra manera, como si temiera asustar al recién llegado al estatus de la tercera edad. Es una situación amable. Bueno, al menos lo es durante la primera hora.

¿Qué va a ser lo que viene luego? Uno se nota con fuerzas, con la cabeza despejada, incluso con proyectos que no incluyen bailar con el Imserso ni pasar fines de semana en Port Aventura. Ni siquiera hay nietos de por medio. Una honda sensación de paz penetra hasta los huesos.

Al que me llame yayoflauta le parto la cara.

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