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Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Brasil en la encrucijada

La movilización popular debe servir para impulsar las necesarias reformas políticas

No hay tregua para el Gobierno de Brasil. Cuando aún no se han apagado los ecos de las multitudinarias protestas ciudadanas de junio, ahora ha sido el turno de los sindicatos, que el jueves convocaron una huelga general. En realidad, más parece que sus líderes han querido subirse a la ola de un movimiento espontáneo que les ha dejado al margen, y no faltan voces que les reprochan cierta dosis de oportunismo. Sin embargo, no cabe duda de que el paro, apoyado por las ocho principales organizaciones sindicales (incluida la que controla el gubernamental Partido de los Trabajadores) ha sido un nuevo aviso para Dilma Rousseff.

Aunque el seguimiento fue irregular, esta primera huelga unitaria en 22 años jalona la lista de récords incómodos para la presidenta, que ha sufrido las mayores protestas cívicas desde el fin de la dictadura y la mayor caída de popularidad que se recuerda: 27 puntos en solo tres semanas, hasta quedarse en un 30% de apoyo.

Y ello a pesar de que Rousseff ha reaccionado con prontitud y sensibilidad a las demandas ciudadanas. Ha propuesto un pacto nacional que incluye una reforma política, aumentar el gasto en educación, salud y transporte y endurecer los castigos contra la corrupción (cabe recordar que la mandataria no dudó en destituir de forma fulminante a siete ministros sospechosos de malos manejos). En su contra ha jugado la precipitación: tuvo que dar marcha atrás en su propuesta de una asamblea constituyente (que era, de entrada, inconstitucional). Y tampoco parece viable su idea de someter cuanto antes a plebiscito una compleja reforma política, que toca el procedimiento electoral y la transparencia de los partidos. Rousseff tiene prisa (en juego están los comicios de 2014), pero se topa con un Congreso reticente.

Editoriales anteriores

Los brasileños han mandado un mensaje claro de malestar con la clase política. Es una sociedad con una creciente clase media (40 millones han salido de la pobreza) que es más intolerante con la corrupción y más exigente con la gestión pública. El enfriamiento económico (el crecimiento ha caído del 7,5% en 2010 al 0,9% en 2012) y unos servicios públicos deficientes abonan el descontento. Por lo pronto, los legisladores han retrasado las vacaciones y han anulado un proyecto de ley que amparaba su impunidad. Se equivocarían si creen que la irritación es coyuntural. Algo profundo ha cambiado en Brasil desde junio. Y ni siquiera el fútbol sirve como distracción.

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