El reto fundamental de México
Sólo la convergencia de medidas podrá sentar las bases de la transición laboral exigida por la Organización Internacional de Trabajo
Son tantas las carencias de América Latina y tantas las mentiras publicadas al respecto que sorprende gratamente la reciente admisión del secretario mexicano de Trabajo y Previsión Social, Alfonso Navarrete, en Ginebra: “la realidad es que el 60% son trabajadores informales, y sólo el 40% tienen un empleo formal”, declaró a la agencia Efe. La cifras eran de imposible maquillaje porque las había divulgado la Organización Internacional de Trabajo (OIT) Los mexicanos en la informalidad, en el paro encubierto, no pagan impuestos, no tienen Seguridad Social, ni reciben prestaciones del Estado, y sus perspectivas y derechos se encuentran bajo mínimos. La mayoría, no todos, son víctimas del subdesarrollo institucional y económico de un país cuyas estadísticas oficiales cifran el desempleo en el 5% de la población laboralmente activa. El fenómeno es complejo y responde a una concatenación de causas.
Habitualmente, los gobernantes de Latinoamérica se aferran a las estadísticas engañosas para manipular las cifras del paro y ocultar una realidad dramática: su incapacidad para integrar en la ‘formalidad’ laboral a los más de cien millones de compatriotas que viven de la venta ambulante y el jornal agrícola sin declarar o reciben salarios en negro de empresarios y empleadores cuya última preocupación es darles de alta en la seguridad social porque la cultura del incumplimiento está muy arraigada la inspección del Estado es prácticamente nula. México cuenta con el mayor número de nacionales en el paro encubierto entre las principales economías del subcontinente, pero en Perú, Brasil, Paraguay, Colombia, Venezuela, Perú, Ecuador y toda Centroamérica el problema es también grave.
El reto número uno de la administración mexicana desde hace decenios ha sido conseguir el traslado de esa masiva precariedad incontrolada hacia la legalidad contractual, pero el objetivo no se ha cumplido, y apenas se ha avanzado en reducir los escandalosos porcentajes asumidos por el ministro Navarrete, que, no pondera las decenas de millones de nacionales inmigrantes en Estados Unidos huyendo de la pobreza. Su marcha al extranjero y el envío de remesas a sus familiares son una espita que impide el agravamiento de la informalidad, acentuadz por el fuerte crecimiento demográfico de la región. Muchas cosas tienen que cambiar en la mentalidad de México para que políticos, empresarios y representantes sindicales aparten el egoísmo, la corrupción y los cálculos mezquinos para promover un plan de choque viable contra la lacra.
Sólo la convergencia de medidas, hasta ahora improbables, podrá sentar las bases de la transición laboral exigida por la Organización Internacional de Trabajo (OIT). En primer lugar, el cuento de nunca acabar: una reforma fiscal que amplíe la base tributaria con incentivos a las empresas que cumplan con la ley, y una reforma financiera que facilite la concesión de créditos a las pymes y que garanticen la creación de empleo formal. Mientras esas reformas continúen pendientes, ni México, ni el resto de América Latina saldrán de un círculo infernal histórico: un crecimiento macroeconómico cíclico y determinado por los precios de las materias primas, una injusta distribución de la riqueza generada y un tránsito lento y errático desde la pobreza hacia la constitución de clases medias estables.
Y cuando gran parte de la población trabajadora está avocada a la informalidad, los bajos ingresos y las escasas posibilidades de ahorro, se perpetúan los ciclos de pobreza, según la Directora de la OIT para América Latina y el Caribe, Elizabeth Tinoco. Los daños colaterales son muchos: mayor exposición a accidentes y enfermedades vinculadas con el trabajo, explotación infantil y frecuente discriminación por edad, género y etnia. Lamentablemente, el horizonte es incierto y el subcontinente deberá acostumbrarse a convivir durante muchos años con la pervivencia de una herida todavía sangrante porque su cauterización exige menos retórica y más pericia gubernamental y sentido de Estado.
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