Gallardón y los tullidos
El Estado que defiende el ministro garantizará el derecho a nacer, pero no el de vivir dignamente
Alberto Ruiz Gallardón, ministro de Justicia, nos quiere volver a llenar de tullidos las escaleras de las iglesias. Estampas que los más viejos recordamos de nuestra infancia española y los más jóvenes que han podido viajar traen incrustadas en sus retinas cuando vuelven de algún periplo por países donde reina la miseria. Niños sin piernas, sin brazos, ciegos, paralíticos cerebrales, que viven postrados y se alimentan de la caridad tintineadora de las monedas aleadas con las mezclas de los metales más ruines, las de cinco céntimos.
El ministro de Justicia lo tiene claro: esos niños, a los que casi siempre se puede diagnosticar con tiempo que van a arrastrar una existencia peor que miserable, van a tener derecho y obligación de vivir esa vida, a la que les condenará, si sus proyectos salen adelante. ¿Exageración? No, ninguna, porque entre los anuncios del ministro no hay nada que se refiera a la atención a esas vidas, a la garantía a los cuidados o las rentas básicas. Más del 50% de las jóvenes españolas (que son las que presumiblemente pueden tener niños) están en paro. Si alguna de ellas comete el error de quedarse embarazada, puede encontrarse no con el derecho a parir a un hijo, sino con la obligación de hacerlo, sea cual sea su circunstancia vital. Y si el nacido tiene taras irreversibles, tendrán que arrastrar durante toda su vida esa penitencia. Porque el Estado que defiende Gallardón garantizará el derecho a nacer, pero no el derecho a vivir dignamente.
El ministro declara a quien quiera escucharle que defender lo que defiende es lo más progresista. Y si uno se descuida, los tertulianos de las emisoras más rabiosas de la extrema derecha clerical le dirán, a voces, que los nazis pusieron en marcha un programa llamado Aktion 4 que consistió en matar a todos los ciudadanos alemanes, sin necesidad de que fueran judíos, que sufrieran taras físicas o mentales. Una repugnante manipulación que esconde que aquello se hizo sobre personas ya nacidas, incluso adultas. Que no tenía nada que ver con una discusión que es puramente ideológica, la de cuándo se puede considerar persona a lo concebido. Para la Iglesia española, que es la que inspira la pretensión de Gallardón, ese momento es el de la fecundación. Por eso, el aborto es un asesinato para los dignos obispos que lo combaten mientras se olvidan de la pederastia, por ejemplo, pese a que las palabras más duras que se pueden recordar de Cristo fueron aquellas que dedicó a semejantes tipos: “Al que escandalizare a un niño, más le valiera atarse al cuello una piedra de molino…”.
Muchas mujeres españolas han peleado durante años para conseguir una ley de plazos para el aborto. La única posible y objetiva para respetar los derechos de las embarazadas. Hasta que esta ley se puso en marcha, con gran oposición, por supuesto, de la Iglesia y de violentos meapilas como el ministro, tenían que fingirse enfermas mentales para abortar dentro de la ley. Los profesionales del mundo ‘psi’ tenían que decidir si su cabeza iba a poder funcionar bien o no en el caso de que llevaran hasta el final un embarazo no deseado. La sociedad española estuvo muchos años, desde 1985, viviendo una repugnante simulación, hasta que hubo ley de plazos.
Desde entonces, desde que se promulgó la ley en 2010, las mujeres tienen derecho a decidir con libertad durante las 14 primeras semanas de embarazo. Sin que un cura ni un psiquiatra tengan que intervenir y sin que, ¡sorpresa!, haya aumentado el número de abortos en España. La diferencia es que las señoras que han abortado no han tenido que pasar por la prueba de fingir que sus neuronas estaban alteradas. Les ha bastado durante estos años con mostrar su decisión, con reivindicar la libertad para administrar su cuerpo. Hay más sorpresas: el 38% de los católicos practicantes aceptan esa regulación, por ejemplo. Y son mayoría los españoles que apoyan la ley de plazos, frente a la anterior, la de 1985, de “supuestos”. A esto nos quiere llevar el ministro, pero con severas correcciones que prevalgan los derechos del feto de cinco minutos sobre los de la madre adulta.
Este defensor del derecho a la vida, amparado por hooligans como el ministro del Interior, Jorge Fernández, que compara el aborto con ETA, o el obispo de Alcalá, Juan Antonio Reig Pla, quieren llenar las escaleras de las iglesias de mujeres locas y de niños tullidos.
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