La vida en un sistema totalitario
La maquinaria despiadada de la vieja Checoslovaquia sacaba lo peor de todas las cosas
Entre 1972 y 1977 fui a Praga todas las primaveras; pasaba allí una semana o 10 días en los que me reunía con un grupo de escritores, periodistas, historiadores y profesores que por aquel entonces vivían perseguidos por el régimen checo, totalitario y respaldado por la Unión Soviética.
Durante mi estancia, solía seguirme a todas partes un policía vestido de paisano, había micrófonos en la habitación de mi hotel y tenía pinchado el teléfono. Pero no pasó nada más hasta 1977: ese sexto año, cuando salía de un museo al que había ido a ver una ridícula exposición de realismo socialista soviético, la policía me detuvo. La intervención me dejó inquieto y al día siguiente decidí hacer caso de su sugerencia y abandoné el país.
Aunque me mantuve en contacto por correo —a veces, cartas escritas en clave— con varios de los escritores disidentes a los que había conocido y de quienes me había hecho amigo en Praga, no obtuve un visado para regresar a Checoslovaquia hasta 12 años después, en 1989. El año en el que los comunistas cayeron derrocados y el gobierno democrático de Vaclav Havel llegó al poder con toda legitimidad, como el general Washington y su gobierno en 1788, mediante el voto unánime de la Asamblea Federal y con un respaldo abrumador del pueblo checo.
En Praga pasé muchas horas con el novelista Ivan Klima y su esposa, Helena, que es psicoterapeuta. Tanto Ivan como Helena hablaban inglés y, junto con otros amigos —entre ellos, los novelistas Ludvik Vaculik y Milan Kundera, el poeta Miroslav Holub, el profesor de literatura Zdenek Strybyrny, la traductora Rita Budinova-Mylnarova, a la que Havel designó después como primera embajadora en Estados Unidos, y el escritor Karel Sidon, que después de la Revolución de Terciopelo se convirtió en gran rabino de Praga y más tarde de la República Checa—, me educaron de forma exhaustiva sobre la tremenda represión del gobierno en Checoslovaquia.
Parte de esa educación consistió en ir con Ivan a los lugares en los que sus colegas, a quienes, como a él, las autoridades habían desposeído de sus derechos, desempeñaban los trabajos no cualificados que con toda malicia les había asignado el omnipresente régimen. Después de expulsarles de la Unión de Escritores, tenían prohibido publicar, dar clase, viajar, conducir un coche, ganarse dignamente la vida con su verdadera profesión. Además, sus hijos, los hijos del sector pensante de la población, no estaban autorizados a estudiar en centros oficiales.
Cada día trae una nueva angustia, un nuevo estremecimiento, un nuevo sentimiento de impotencia
Algunos de esos escritores con los que hablé vendían cigarrillos en quioscos callejeros, otros manejaban una llave inglesa en la planta depuradora de aguas, otros hacían repartos yendo en bicicleta de una panadería a otra, otros limpiaban ventanas o agarraban escobas en sus puestos de ayudantes de conserjes en algún museo desconocido de Praga. Estas personas, como he dicho, eran la flor y la nata de la intelectualidad nacional.
Así era aquella vida, así es la vida en un sistema totalitario. Cada día trae una nueva angustia, un nuevo estremecimiento, un nuevo sentimiento de impotencia y una nueva reducción de las libertades y la libertad de pensamiento en una sociedad censurada, atada y amordazada.
Con los ritos de degradación habituales: el ataque contra la identidad personal que la arrastra a la deriva, la supresión de la autoridad personal, la eliminación de la seguridad personal, el deseo de solidez y de ecuanimidad ante una incertidumbre constante. La imprevisibilidad como norma y la inquietud permanente como perniciosa consecuencia.
Y la ira. Los desvaríos obsesivos de un ser maniatado. Los arrebatos de furia inútil que no hacían daño más que a uno mismo. Y a su cónyuge, y a sus hijos, que absorbían la tiranía junto con el café matutino. El precio de la ira.
La maquinaria despiadada y traumática del totalitarismo que sacaba lo peor de todas las cosas, y todas las cosas que, con el tiempo, acababan siendo más de lo que uno podía soportar.
Una anécdota divertida de una época nada divertida, siniestra, y con ella acabo.
La tarde del día siguiente de mi encuentro con la policía, cuando, en una muestra de prudencia, me apresuré a salir de Praga y volver a mi país, los agentes fueron a casa de Ivan a detenerle y, como ya habían hecho otras veces, le interrogaron durante horas. Salvo que, en esa ocasión, no le acosaron durante toda la noche para confesara las actividades sediciosas y clandestinas que llevaban a cabo Helena, él y su cohorte de molestos disidentes y alborotadores de la paz totalitaria. Esa vez, como novedad que a Ivan le resultó curiosa, le preguntaron sobre mis visitas anuales a Praga.
Según me contó Ivan más tarde en una carta, durante el largo interrogatorio nocturno no les dio más que una respuesta —una sola— a todas sus preguntas de por qué iba yo a la ciudad cada primavera.
“¿Es que no leen sus libros?”, replicó Ivan a los policías.
Como es de imaginar, la cuestión les desconcertó, pero Ivan se apresuró a aclarársela.
“Viene por las chicas”.
Philip Roth es escritor. Este texto fue leído el martes pasado en Nueva York al recibir el PEN / Allen Foundation Literary Service Award y casi medio año después de que anunciara que abandonaba la literatura.
© Philip Roth 2013
Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.
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