En las casas, no
Presionar a los políticos es legítimo. Pero sin violencia ni con escraches en los domicilios
Los escraches amenazan con instalarse en España como un instrumento político más: es hora de decir que ese método es inaceptable. La protesta en ningún caso debe llevarse al ámbito privado, porque los electores no eligen a los familiares ni a los vecinos de los políticos y no se puede implicar a terceros en formas de presión que conlleven gritos, abucheos, escarnios o un afán de señalamiento público. No se trata, naturalmente, de cercenar la libertad de expresión de los ciudadanos en el espacio público. Los ciudadanos tienen todo el derecho a presionar al Gobierno y a los diputados para que se pronuncien de determinado modo o cambien una intención de voto. En espacios públicos, sin violencia y cumpliendo la normativa que rige para estos efectos.
El desprestigio de la clase política alcanza cotas inquietantes para la propia democracia, pero eso no justifica degradar la convivencia hasta el punto de destruir todo respeto a las personas. La Constitución y las leyes garantizan los derechos de reunión y manifestación, lo mismo que el de huelga, y precisamente los reventadores suelen ser uno de los riesgos de esos actos de protesta; no pretendamos ahora reventarlo todo a base de actos de repudio que hoy se dirigen contra los políticos en sus casas, como se ha hecho antes contra clínicas abortistas y mañana, quizá, contra profesores que suspenden a los alumnos. Lo mismo que un conflicto laboral se desarrolla en la empresa o en forma de manifestaciones, y no se lleva a la casa del empresario.
Es verdad que la defensa de los afectados por los desahucios es una causa popular, que goza de gran apoyo ciudadano. Las ejecuciones hipotecarias han crecido enormemente en este país y lanzar a la calle a moradores de viviendas, sin ayuda social, provoca rechazo público. Pero no conviene olvidar lo ocurrido en Cuba con las llamadas “acciones de repudio”, o en Argentina, donde los escraches —palabra utilizada en la jerga de los bajos fondos bonaerenses— comenzaron señalando a los militares de la dictadura y se extendieron a políticos o periodistas. España no es una dictadura ni una democracia de baja intensidad; está necesitada de fuertes e importantes reformas. Banalizar el acoso colectivo no ayudará en esta urgente tarea.
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El Gobierno y el PP tampoco pueden dejarse llevar por los nervios, aunque se hayan producido situaciones indeseables. No hay que tratar de criminalizar los escraches como si fueran formas de kale borroka. El problema no se resuelve solo lanzando a la fiscalía y a la policía contra los escrachadores, sino abriendo cauces entre representantes y representados para que las aspiraciones de estos puedan ser defendidas en los lugares de trabajo de los políticos. No se pueden aceptar derivas autoritarias: pedir a los diputados que rompan la disciplina de voto no es ningún crimen, ni tiene sentido pretender la equiparación de esa disciplina a la militar. Cuidado que en aras de la defensa de la libertad del diputado se cercene la libertad de expresión de la ciudadanía.
La facilidad con que el Parlamento rechaza las iniciativas legislativas populares, sin explicaciones, es otro elemento de tensión. El diputado no tiene que cambiar su voto por miedo a los escrachadores ni por temor al acoso que puedan sufrir sus familias, sino, en el caso de que sea así, porque ha escuchado previamente los argumentos de los ciudadanos. A escucharles, precisamente, debe dedicar gran parte de su tiempo. Una de las razones para justificar tantos escaños vacíos es que sus titulares inviertan tiempo en atender a sus representados. Y los ciudadanos, si no les hacen caso, tienen todo el derecho a protestar: pacíficamente, ante los lugares de trabajo de los políticos. No en sus casas ni delante de sus hijos.
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