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Tribuna
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El último caudillo

La cuestión es saber si tendrá algún coste la dependencia de Venezuela ante el embrujo de Chávez

 Durante los 13 años, 10 meses y seis días que se pavoneó por las pantallas de televisión de todo el mundo, entre su primera toma de posesión como presidente de Venezuela y su desaparición del escenario público el pasado mes de diciembre, nunca se supo exactamente qué pensar de Hugo Chávez, que murió el martes a los 58 años. Bailó, rió, parloteó, amenazó, cantó, bravuconeó, alardeó, y ahora el comandante, que en realidad era teniente coronel, ha dejado un gran hueco. En sus años en el poder, nunca faltaba tema de conversación en una cena o una fiesta venezolana: siempre estaba Chávez, y solo Chávez, como objeto de lamentaciones, elogios, burlas o ruegos. Él era el único problema y la única solución a todos los problemas. En su ambición infinita y desatada —la ambición del gordo que se ensancha en el ascensor para ocupar más espacio—, él lo era Todo.

Fueron infinitas las contradicciones de Chávez, a quien nunca le gustaron los derramamientos de sangre, ni la suya ni la de otros: abortó un breve y torpe golpe de Estado que armó en 1992 contra un presidente elegido democráticamente y, en el mismo momento de reconocer la derrota, comenzó su propia campaña electoral. “Por ahora... no logramos controlar el poder”, declaró ante los micrófonos de los periodistas durante su detención (¿y quién fue el bobo que permitió que hiciera una afirmación tan desafiante un preso al que estaban a punto de someter a un consejo de guerra?). La actitud descarada e impenitente de Chávez cautivó a los venezolanos. Tras salir de la cárcel, ganó las elecciones presidenciales de 1998 con toda comodidad.

Todos estos años después, sigue siendo difícil saber si su mandato fue una dictablanda o no. A pesar de sus diatribas antiimperialistas, el petróleo venezolano no dejó de llegar ni un solo día a los puertos de Estados Unidos. A pesar de sus sermones socialistas, su país siguió firmemente arraigado en el capitalismo.

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El misterio de Chávez: se encontró con un país asolado por la corrupción y el mal gobierno y, sobre todo, la caída de los precios internacionales del crudo, que es casi lo único que exporta Venezuela al mundo. Durante sus años en el poder, el petróleo —que representa el 30% del PIB, y es un sector en el que el país se encuentra entre los 10 primeros productores mundiales— pasó de nueve dólares el barril a casi 150; en la actualidad, se mantiene en torno a 100 dólares el barril. Pese a lo que representa semejante ingreso para un país pequeño (Venezuela tiene una población estable de más o menos 30 millones de habitantes), el chavismo se caracterizó por una serie de desastres —los más notables, en vivienda, infraestructuras, agricultura, electricidad, distribución de alimentos y seguridad pública—, y la producción de petróleo se redujo, gracias a unos niveles notables de mala gestión. Y, sin embargo, Chávez ganó fácilmente sus cuartas elecciones el pasado octubre, cuando ya le habían operado de cáncer tres veces y era difícil no darse cuenta de que se estaba muriendo, por más que se negara a ofrecer ninguna información sobre el avance de la enfermedad que iba a acabar con su vida.

El líder latinoamericano al que más se parecía era Juan Domingo Perón

Se preocupaba por la gente. Desafió el racismo venezolano y se saltó las barreras de clase. Él, que provenía de un entorno paupérrimo, llevó importantes mejoras en sanidad, educación y asistencia pública a los barrios en los que viven los pobres. Era desafiante. Era machista. Según el expresidente Jimmy Carter y otros observadores imparciales, redujo de forma espectacular la pobreza. Insultaba a Estados Unidos sin cesar y luego salía corriendo como un escolar travieso, entre risas. Vivía encantado consigo mismo. Pero otros gobernantes con virtudes y logros parecidos no han conseguido ser Chávez, y se han retirado de su cargo entre la indiferencia del público, o han acabado expulsados por muchedumbres que les hubieran querido hacer pedazos. Y hoy se puede decir sin temor a equivocarse que Chávez, ya fallecido y a punto de tener un funeral digno de un santo, influirá en la política y las relaciones sociales de su país desde esotra parte de la ribera durante años, tal vez decenios, como el líder latinoamericano al que más se parecía, el argentino Juan Domingo Perón. O, mejor dicho, como Perón y su mujer, Evita, porque su complicada personalidad y su forma de morir hacen que se parezca a ambos.

No fue el primer presidente que tuvo fracasos, ni el primero que siguió siendo popular a pesar de esos fracasos. Pero lo que inquietó a tantos observadores fue esa popularidad tan peronista: la pasión con la que gritaban su nombre en inmensas concentraciones públicas, el odio que agitaba en sus seguidores cuando denunciaba a los imperialistas, los tiburones, los que querían asesinar a Venezuela, los traidores, los inmundos cobardes que se atrevían a discrepar de él. Y ahora vemos el llanto desesperado de millones de venezolanos, que temen haber perdido no a un presidente, un político ni un gran líder, sino a un padre, un salvador, un protector del huérfano que vive asustado dentro de todos nosotros.

Es posible que, al intentar evaluar el asombroso mandato de Hugo Chávez, lo que debamos preguntarnos es esto: si el pueblo al que ha dejado solo cayó en una especie de fe y dependencia infantil bajo su embrujo, y qué coste puede tener esa regresión. Tal vez es una situación que crean aquellos gobernantes a los que llamamos caudillos —jefazos de mano fuerte que gobiernan a fuerza de personalidad—. Quizá Hugo Chávez Frías fue el mayor de todos ellos. “No hay chavismo sin Chávez”, proclamaba una y otra vez. ¿Quién va a enjugar ahora las lágrimas de Venezuela?

Alma Guillermoprieto es periodista y escritora mexicana.

© 1963-2013 NYREV, Inc.

Distribuido por The New York Times Syndicate.

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