Si habla Eufemiano se hunde el mundo
Cautivó a la élite del deporte con su inteligencia, su ego y sus pócimas La prensa internacional sigue el juicio al maestro del dopaje, expectante por lo que ocurriría si desvela sus secretos
Hay segundos, un solo instante basta, un “nada”, dicen, en los que la vida de una persona cambia sin posibilidad de vuelta atrás, momentos imborrables, imposibles. El cómo lo viva cada uno, lo sufra, su reacción, dice mucho de su temple, de su carácter. A Eufemiano Fuentes, nacido en 1955 en una rancia familia tabaquera de Las Palmas de Gran Canaria, ese segundo que transformó su vida para siempre le llegó el 23 de mayo de 2006, poco antes del mediodía, en la calle de Pío XII, al norte de Madrid.
—Buenos días, ¿es usted Eufemiano Fuentes? —le preguntó, educado, un teniente de la Guardia Civil no muy alto, joven, gallego y con gafas.
—Sí, ese soy yo —le contestó suave el médico, ginecólogo, entrenador de atletismo y licenciado en Educación Física, brillante alumno y profesional reconocido.
—Queda usted detenido.
Cuenta el oficial de la Guardia Civil que le detuvo, ahora, más de seis años después, convertido en capitán y casi comandante, que Fuentes en aquel instante definitivo solo dejó traslucir una mínima palidez súbita, que apenas perdió el pulso. Nada más. Mucho más humana, emotiva, a su lado, fue la reacción del otro detenido en lo que inmediatamente se conoció como Operación Puerto. Esa persona que le acompañaba aquella mañana primaveral, el director del Liberty de ciclismo, Manolo Saiz, sufrió un lógico ataque de pánico y ansiedad.
Muestra un cierto desdén por la vida no vivida al 100%, que le llevaba a despreciar a 'los mediocres'
Fuentes pasó detenido dos noches en los calabozos de la Guardia Civil en Guzmán el Bueno, otra en las celdas de los juzgados de Plaza de Castilla y una más en la prisión de Soto del Real. De cada una de ellas hay testigos dispuestos a jurar que el médico canario que estos días se sienta en el banquillo de los acusados juzgado por un delito contra la salud se mantuvo desafiante, feroz, y hablador.
Fiel a la leyenda que ya flotaba a su alrededor por entonces, proclamaba, según testigos, funcionarios y compañeros de cautiverio, que si él hablaba de verdad se hundía todo el deporte español, que las medallas de Barcelona, los goles de la selección de fútbol, los récords de los atletas y los Tour de ciclistas españoles y extranjeros pendían de sus palabras, se habían forjado con sus pócimas, su llamada “preparación biológica”.
Un par de años más tarde, en una de las escasas entrevistas que ha concedido tras su caída a la revista alemana Stern —que comparaba su caso con el del perseguido y encarcelado Galileo Galilei— presumía: “Igual dentro de 20 años me dan el Premio Nobel, quizá me construyan un monumento. Igual también me matan”.
Es el típico tío que se salta un semáforo en rojo para ver qué pasa
Ese personaje fanfarrón y exagerado, de ojos verde claro seductor, que se define a sí mismo como “un sablista”, un encantador de serpientes (otros, tras haber superado la adicción que crea su personalidad en los que le miran y admiran, hablan simplemente de un vendedor de crecepelo), tiene muy poco que ver con la persona que, encogida y hierática, como medicada, escucha desde el banquillo el relato de su vida profesional durante el juicio por parte de clientes, pacientes, testigos, policías y peritos. Su mirada, cuando la gira hacia el público hipnotizado por lo que escucha, ya no enamora, ni siquiera pide compasión, simplemente da escalofríos.
Pero a este ser delgadito de pelo teñido y calvas cuidadosamente peinadas no se le juzga en realidad. Se juzga al exuberante maestro del dopaje que cautivó con su inteligencia durante años a algunos de los mejores deportistas del mundo. A un héroe hiperactivo poseedor de tres atributos sobre todos: la egolatría de quien ve el mundo a través de su ombligo, el amor al riesgo y la pasión por el dinero. Y un cierto desdén por la vida no vivida al 100%, que le llevaba a despreciar a los mediocres: engañarlos como lo hacía, como lo reconocía, estaba justificado en su particular orden moral.
“Es el típico tío que se salta un semáforo en rojo [lo haría con su flamante Porsche porque la exhibición de poderío también cuenta] para ver qué pasa”, declaró a la policía Jorg Jaksche, un exciclista alemán que fue cliente suyo. Y otro cliente, el norteamericano Tyler Hamilton, contaba: “El día que lo conocí, en su Land Cruiser, sacó una pastilla de la guantera. “Es un anabolizante ruso”, me dijo. “¿Quieres probarlo?”. Y cuando le dije que no, se lo metió en la boca y se lo comió como un caramelo”.
Se licenció en Medicina por la Universidad de Navarra. Y luce su expediente académico en el sumario judicial: ni un suspenso en los seis cursos, bastantes sobresalientes, matrículas de honor en educación física, sobresaliente de nota media. Con ese título en la mano se lanzó a la conquista de un mundo gris y triste, el del deporte español de los años ochenta, que le admiró fascinado, y lo transformó en gran industria. Cuentas millonarias en Suiza, importación por diversos medios de hemoglobinas rusas, de perfluorocarbonos también, de hormonas de crecimiento australianas, de EPO china, de extractos de sangre alemanes, exportación de bolsas de sangre congeladas, procesamiento de las mismas... Todo un pionero en todo lo que se pida. Ese era su pequeño taller del dopaje individual con el que empezó hace 30 años. Comenzó con el atletismo, como médico oficial de la federación española, donde, tras estudiar en Alemania del Este, Polonia y Checoslovaquia, impuso la llamada preparación biológica y las primeras transfusiones de sangre, entonces permitidas. En el extranjero estudió y entabló contacto con los más sabios científicos que habían organizado el dopaje de Estado en los países comunistas. Su valor para experimentar, incluso en su propio cuerpo —o en el de su esposa, la atleta Cristina Pérez, plusmarquista nacional de 400 metros vallas, que dio positivo por un anabolizante—, todo tipo de sustancias, y sus conocimientos, su gusto por la aventura y su audacia le permitieron abrirse paso de forma imparable en todos los campos del deporte. Aunque fue el ciclismo el más abierto a las prácticas prohibidas. Empezó en los años ochenta, en el Orbea, dirigido por Txomin Perurena y liderado por Perico Delgado, Marino Lejarreta y Peio Ruiz Cabestany. Después pasó a la ONCE, con Lejarreta y Mauri, en 1990. Y continuó con el pluriempleo: el equipo de fútbol de la Real Sociedad, los ciclistas del Kelme, y los mejores individuales del mundo, Basso, Ullrich, Hamilton… Lo suficiente como para creerse, como lo cree la prensa de todo el mundo, expectante por el juicio, que si él hablara se hundiría el mundo.
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