La corrupción revisitada
Como hace 20 años, la ola de escándalos tiene que ver con la acumulación de poder
Desde comienzos del año, España permanece atrapada en el síndrome de la corrupción, sobre todo tras las revelaciones filtradas a través de las páginas de este periódico. Pero no se trata solo del caso Bárcenas, pues junto a él se han venido a añadir otros muchos sumarios para enlazarse todos ellos en una misma espiral de corrupción. Y es verdad que a las generaciones más jóvenes esta escandalera tan sórdida les ha podido parecer una sorpresa mayúscula. Pero para las generaciones maduras, todo esto nos resulta fastidioso por reiterado, redundante y archisabido. Tanto es así que nos asalta la familiar sensación del déjà vu, del eterno retorno de lo mismo como en la cansina repetición del día de la marmota, pues todo recuerda demasiado a lo que ya vivimos en otra época anterior.
A lo que más se parece el caso Bárcenas que amenaza con derribar al gobierno Rajoy es al ciclo de escándalos que se acumularon hace ya 20 años, en una larga campaña de acoso y derribo que acabó en 1996 con la presidencia de Felipe González: el caso Juan Guerra, el caso Gal, el caso Filesa, etcétera. Es verdad que hay notables diferencias, pues en aquella ocasión se asistía al final de un ciclo político tras diez años de mandato mientras que ahora Rajoy solo lleva un año en el poder, aunque a juzgar por los ruinosos efectos de su política de ajuste contra la crisis se diría que también estamos asistiendo a un cambio de ciclo social y político.
El mandato terminal de González fue tachado por las fuerzas opositoras con una triple maldición: “paro, despilfarro y corrupción”, y hoy se podría parafrasear esa jaculatoria aplicada al mandato inicial de Rajoy: paro, empobrecimiento y corrupción.
Las coincidencias entre aquella ola de escándalos y la actual resultan evidentes: mayoría absoluta, extrema concentración del poder, financiación ilegal del partido, chantaje de tesoreros contables, guerra de trincheras periodísticas. Pero lo que más sugiere la sensación del déjà vu es la respuesta del poder ante las sospechas de corrupción. Tanto entonces González como ahora Rajoy han respondido con una triple negación: la de negar las evidencias publicadas, la de negarse a ofrecer explicaciones y la de negarse a asumir responsabilidades. También su contraataque ha sido muy parecido, pues ambos han reaccionado con victimismo, denunciando ser objeto de una conspiración. Y aún hay otro gesto paralelo más significativo, que fue la solemne declaración de González negando haber autorizado los Gal ante el interrogatorio televisivo de Gabilondo. Lo mismo que ha hecho ahora Rajoy aunque sin dar la cara ante la prensa, cuando negó haber repartido o recibido dinero negro mediante una declaración televisada.
Al descrédito por la corrupción se suma la crisis agónica
Sin embargo, por mucho que ambos ciclos de corrupción se parezcan, puede decirse que ahora es mucho peor en la medida que llueve sobre mojado. La corrupción de la etapa González pareció en parte disculpable por tratarse de la primera vez que sucedía, sin que la naciente democracia estuviera preparada para prevenirla. Además, entonces parecía tener fácil remedio, dado que al haber un partido de recambio en la oposición, bastaba con dejar que actuase la alternancia política. Mientras que hoy, con una larga cadena de precedentes, la corrupción ya se ha convertido en un vicio encallecido y una adicción insuperable, como si fuera una droga dura de cuya dependencia nadie consigue librarse, por lo que tampoco hay ninguna alternativa política que pueda ponerle remedio creíble. Y mucho menos la oposición actual, pues el PSOE de Rubalcaba tardará demasiado en recobrar su autoridad moral, si es que lo logra alguna vez.
En cualquier caso, la alternancia de 1996 no logró atajar la deriva de la corrupción, pues a pesar de su programa regeneracionista, el PP en el poder prosiguió practicando las artes de Naseiro por obra de Bárcenas. Y una vez instituida como práctica encubierta habitual, el volumen de la corrupción ha venido creciendo en progresión geométrica por efecto bola de nieve, dado que su impunidad efectiva la convirtió en un derecho adquirido con licencia para corromperse. Una impunidad hecha posible tanto por las lagunas legislativas que no penalizan a los responsables de los partidos como por la extrema lentitud judicial, (como revelan los casos Pallerols o Fabra), pero cuya consecuencia es la fatalista tolerancia de una escéptica ciudadanía que se ha acostumbrado a que así es como se hacen las cosas. Es la banalización de la corrupción, por decirlo a la manera de Hannah Arendt.
Y aún hay algo mucho peor, y es la coincidencia de la actual marea de corrupción con una crisis muy aguda, por no decir agónica, del entramado institucional: la constitución, la corona, el modelo autonómico, el sistema de partidos, la justicia, la universidad, los servicios públicos, etcétera. Una crisis que el partido en el poder no podría resolver por sí solo ni aunque estuviera completamente libre de las actuales sospechas de corrupción que le deslegitiman y desautorizan, pues para ello sería necesario alcanzar un auténtico consenso entre todas las fuerzas sociales y políticas que ahora mismo parece imposible. Ante todo lo impide la insalvable fractura entre los partidos que comparten nuestro establishment político, enzarzados como están en un permanente ajuste de cuentas cuyo crispado memorial de agravios pendientes se encona todavía más en cada nueva legislatura. Es verdad que la política de austeridad y ajuste contra la crisis practicada tanto por el PSOE como por el PP les ha debilitado tanto a ambos que amenaza con anular el bipartidismo hasta ahora reinante, lo que debería aconsejarles negociar un acuerdo a dos para defenderse de los partidos minoritarios en ascenso. Pero según hemos podido comprobar en el reciente debate sobre el estado de la nación, la grosse koalition que demanda la sociedad civil para superar nuestra sistémica crisis institucional está hoy más lejana que nunca.
Y además, ese acuerdo nacional exigiría contar también con toda la sociedad civil, incluyendo tanto a las élites que se benefician del statu quo como a las clases populares más desfavorecidas por la crisis, hoy representadas por los movimientos sociales ante el evidente déficit de representación que desautoriza a los partidos políticos. Unos movimientos que no pueden reducirse a las redes que inspiraron la acción Rodea el Congreso puesto que hoy se manifiestan mucho mejor por las mareas de colores que defienden los servicios públicos amenazados por los recortes y la privatización: sanidad, educación, justicia. Pero dado el curso de la crisis, estas mareas ciudadanas se identifican mucho más con los indignados del 15-M y el movimiento Stop Desahucios que con nuestra clase política. De ahí que mientras las élites sigan encerradas en sí mismas de espaldas a las fuerzas sociales no habrá esperanza de consenso posible, la banalidad de la corrupción proseguirá su deriva y la crisis de nuestro modelo de sociedad seguirá agravándose.
Enrique Gil Calvo es catedrático de Sociología de la Universidad Complutense de Madrid.
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