Viejos amigos de los jóvenes
El mafioso, el “emprendedor” y la conexión municipal sostienen los negocios de la noche
Hace ya bastantes años caí yo en una reunión de conocidos, convocada por alguien que estrenaba casa. Era una mansión extravagante, levantada en el interior de un patio de manzana próximo a la Plaza de Cataluña. Una ilegalidad sonrojante, pero del siglo XIX, cuando el desarrollo del Ensanche barcelonés facilitó toda suerte de negocios sucios muy bien explicados por Mendoza en La ciudad de los prodigios. El dueño de la mansión mostraba ufano sus salones y un cine entero que había instalado en la parte superior, lo que algún día fueron buhardillas.
Entre los presentes había viejos amigos de la época antifranquista, convertidos ahora en promotores inmobiliarios, consejeros de la Generalitat, agentes de publicidad, diputados, concejales, o simples profesionales, pero casi todos giraban alrededor del ayuntamiento de Barcelona como abejorros en torno a una flor suculenta. Eran los tiempos del triunfo absoluto de los socialistas catalanes, justo después de los Juegos Olímpicos. Como en tiempos de François Guizot, al oír el grito de Enrichissez-vous! lanzado por Felipe González (¿o fue Solchaga?), aquellos antiguos revolucionarios habían seguido mostrando una férrea obediencia a la autoridad.
Fui a dar a una mesa con gente de mi promoción universitaria a la que conocía más íntimamente porque aún no hacía muchos años que todos pasábamos el verano en tres o cuatro pueblos de la costa, recorridos incansablemente de fiesta en fiesta con el 600 de algún colega. Comenzaban a prosperar los negocios y promociones brutales de los Pujol&Co que iban a lanzar la montaña, el románico y la butifarra como alternativa nacionalista a los corruptos izquierdistas de playa, discípulos de Coderch y monocultistas de la gamba de Palamós, pero aún no eran mayoría.
El botellón parece haberse adoptado como “bien cultural autonómico”
Salió a colación la reciente costumbre de los adolescentes que se reunían a emborracharse por centenares (ahora son miles), práctica que parece ya adoptada como “bien cultural autonómico” con el nombre de botellón en las diversas comunidades y regiones, pero que entonces sólo despuntaba. Se me ocurrió decir que una política francesa, comunista de cierto prestigio y casada con un célebre escritor, tras visitar la ciudad con mucha curiosidad se había quedado perlática al ver los botellones de Madrid y Barcelona. “Están ustedes elevando la peor juventud de Europa”, dijo con un claro galicismo. Se alzaron aquella noche muchas voces para tacharla de reaccionaria, de francesa reprimida, de menopáusica, de estar casada con el mayor imbécil que había luchado con el Che y otras grandezas. El más furioso era un señor delgadito de aspecto insignificante que aullaba sobre los derechos de la juventud a “pasárselo bien” y a rechazar a sus padres, todos ellos reaccionarios y franquistas.
Luego supe que era el marido de una concejala de la parte más elegante del partido, que controlaba los bares clandestinos de la zona baja. Gracias a él las discotecas atronaban sin que nadie pudiera hacer nada contra ellas. Se había enriquecido alquilando con hombres de paja gigantescos alpendres del extrarradio que abrían para macrofiestas sin permiso municipal ni el menor sistema de seguridad. Fue entonces cuando por primera vez me percaté de la enorme cantidad de dinero que las hienas de la noche iban a recaudar en estrecha relación con las mafias locales. Luego he ido viendo que esa gigantesca escupidera de oro se sostiene sobre tres patas: las mafias que trafican con alcohol y drogas (suelen, además, adjudicarse la “seguridad”), los así llamados empresarios de la noche (dueños de locales que en su mayor parte no son suyos) y la conexión municipal. Si falla una de estas tres patas, el negocio no funciona. Se necesitan entre sí como líquenes parasitarios.
No estoy diciendo que la muerte de cinco pobres muchachas hace una semana sea debida a las tres patas antes mencionadas ni a la rampante criminalidad madrileña, pero que las tres patas andaban metidas en el negocio de las dieciséis mil criaturas encerradas en aquella ratonera, no puede dudarse. Equipos de seguridad que no actúan o que se van a tomar un café cuando se produce la avalancha. Un segundo cuerpo de seguridad (igualmente pagado a alguien por alguien) que sólo se ocupa del exterior, pero que en realidad no se ocupa de nada. Venta de entradas sin control alguno. Edificio municipal sin las menores garantías de evacuación. Inspectores inexistentes. Médicos zarzueleros que vienen a salir a uno por cada ocho mil personas. En fin, el conjunto de chapuzas que acabó con la vida de esas cinco muchachas habría sido imposible si alguien hubiese creído que podía tener alguna responsabilidad. Pero no. Todos eran irresponsables, sea porque estaban protegidos, sea porque les importaba una higa, ya que sabían que no iba a pasarles nada. Y lo cierto es que seguramente no les pasará nada. Los jóvenes tienen derecho a divertirse y los mayores a ganar dinero chupándoles la sangre. Luego dejan el cadáver tirado en una cuneta.
No habrá responsables de la muerte de cinco pobres muchachas
Muchas veces, cuando cruzas la ciudad y observas los grupos, nutridos y jaraneros, de borrachos vociferantes, los portales convertidos en urinarios, las peleas y vomitorios que en algún momento llegarán hasta los informativos de la tele, pero sólo como ilustración de lo bien que se lo pasan los chavales, uno se pregunta cuánto dinero debe de estar haciendo alguien para quien la vida de las gentes (las que arman bulla y las que no pueden dormir) es como la vida de las gallinas para el granjero. Un inconveniente con el que hay que contar. A veces se mueren, y no es bueno para el negocio, pero tampoco nos vamos a arruinar cuidándolas, ¿verdad? Dos bombillas y a vivir.
Quizás algún día, cuando vuelva a existir el periodismo, a alguien se le ocurra seguir la senda (por otra parte facilísima de trazar) que lleva del mafioso al munícipe y de éste al “emprendedor”. Porque los tres se necesitan, los tres se protegen, los tres se encubren, tienen el mismo despacho de abogados y sólo alguien externo puede señalarlos cuando pasean por la calle. De los tres, el que más repugnancia produce es el topo introducido en el ayuntamiento. No tiene que hacer absolutamente nada. Sólo controlar los papeles: que entren los que han de entrar, que no salgan los que no han de salir. Y vigilar el matasellos cubierto de telarañas junto a los dos mil expedientes amontonados.
Me pregunto cuánto dinero, qué cantidad exacta, habrán dejado como beneficio estas cinco vidas. Y a quién corresponde cada parte.
Félix de Azúa es escritor.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.