El euro necesita más Europa
¿Cuál puede ser el motor que impulse una mayor integración económica y financiera? Sólo puede ser un impulso político a nivel europeo para avanzar hacia una nueva arquitectura de la moneda única
La moneda única y la propia unión europea se enfrentan, en medio de una crisis sin precedentes, al dilema de profundizar en la integración financiera y fiscal o verse abocadas a una dinámica de fragmentación y retroceso que tendría graves consecuencias, no solo para la supervivencia del proyecto europeo, sino para la propia estabilidad de la economía mundial. Europa y el euro son ahora el epicentro de la crisis que se desencadenó en octubre de 2008.
El avance en la integración bancaria y fiscal es la única opción razonable, aunque erizada de dificultades, con la que se cuenta para salvar al euro y a la propia Unión Europea. A estas alturas es difícil imaginar cómo podría sobrevivir el mercado único y la plena integración comercial al terremoto que supondría una ruptura desordenada de la unión monetaria y a las fuertes reacciones nacionalistas y proteccionistas que la misma suscitaría.
La unión monetaria no se concibió como el destino final de un viaje, sino como una escala
Para entender este planteamiento es necesario recordar que la unión monetaria no se concibió como el destino final de un viaje, sino sólo como una escala intermedia del mismo. Los propios fundadores esperaban, conscientes de la moneda única no cumplía con algunos de los requisitos para ser un “área monetaria óptima”, que el proyecto continuara su avance hacia metas más ambiciosas de integración en otros ámbitos distintos de los puramente monetarios. Desgraciadamente, esa expectativa no se vio satisfecha porque estaba basada en dos hipótesis que resultaron ser demasiado ingenuas. Se confiaba en que la supuesta eficiencia de los mercados se tradujera en mayores primas de riesgo y mayores dificultades de financiación para aquellos países que se desviasen de las pautas de estabilidad o que no avanzasen suficientemente en las transformaciones estructurales que tenían pendientes para poder convivir dentro de un área de moneda fuerte. Se pensaba que la habilidad discriminadora de los mercados actuaría como desencadenante de los ajustes y de las respuestas apropiadas. Paralelamente, se esperaba que los gobiernos fueran capaces de reaccionar a tiempo para salir al paso de los riesgos de divergencia que podían poner el peligro la competitividad, el crecimiento y el empleo. Y esta actitud se predicaba, tanto de los gobiernos nacionales de países con potenciales problemas de recalentamiento y desequilibrios, como de la disposición de las autoridades europeas para vigilar e identificar a tiempo el surgimiento de tensiones internas y para mantener el impulso político de la dinámica integradora.
Como es bien sabido, nada de esto ocurrió. Los mercados financiaron generosamente los países con desequilibrios como si tuvieran los niveles de solvencia de los más estables del área. Algunos gobiernos, por su parte, confundieron a menudo la euforia de los excesos con una mejoría en los fundamentos de sus economías. Y las autoridades comunitarias se vieron paralizadas por una resaca nacionalista, cuya manifestación más palmaria fue la fracasada Constitución Europea. En vez de avanzar en la integración, se permitió la acumulación de déficits públicos y de balanza de pagos y voluminosas deudas públicas y privadas en algunos países que terminaron desembocando en una crisis de carácter sistémico, que, en muy poco tiempo, ha producido un enorme retroceso de los avances que se habían logrado en la integración. A título de ejemplo, los flujos interbancarios dentro de la UEM han retrocedido en 2012 a los niveles relativos de 2001, perdiendo 10 de los 12 puntos porcentuales que se habían ganado desde la creación del euro.
En esta tesitura cabe preguntarse cuál puede ser el motor que impulse una mayor integración económica y financiera. No se puede esperar que sean los mercados, que están empujando hacia la fragmentación e impidiendo el propio funcionamiento de la política monetaria única como lo revela la enorme discrepancia de los tipos de interés a corto plazo que, de hecho, están cotizando un cierto riesgo de ruptura. Tampoco cabe esperar que los reguladores y supervisores nacionales empujen en esa dirección. Al contrario, estamos viendo cómo la preocupación dominante es el establecimiento de cortafuegos nacionales que se traducen en barreras administrativas a las operaciones transfronterizas. El motor sólo puede ser un impulso político a nivel europeo que marque las líneas de avance hacia una nueva configuración de la arquitectura de la moneda única, basada en una integración más completa que abarque un abanico más amplio de instrumentos de política económica. El llamado “informe de los cuatro presidentes” esboza un proyecto razonable de unión bancaria como un primer paso indispensable de este proceso, sustentado en tres pilares: un supervisor europeo único entorno al BCE, un fondo de garantía de depósitos integrado y un mecanismo europeo de resolución de crisis de entidades bancarias.
Más allá de la descripción de estos elementos y de las complejidades que su articulación implica, importa señalar que esta hoja de ruta incorpora desde el principio el germen de una cierta mutualización de riesgos entre países que remite inexorablemente hacia mayores avances en el terrero de la soberanía fiscal. ¿Cómo si no se podrían resolver crisis de entidades bancarias en los países con dificultades con los fondos aportados por los contribuyentes de los países sin problemas? Este es un rasgo esencial de la naturaleza y de la eficacia esperada de la unión bancaria que, por muchos problemas que suscite su aceptación, no se puede ni se debe ocultar. Al contrario, lo coherente, es proponer simultáneamente avances limitados y graduales hacia algún tipo de unión fiscal que dote a la UEM de alguna capacidad fiscal propia para establecer mecanismos de estabilización frente a las perturbaciones asimétricas o para apoyar las reformas estructurales necesarias en los países con mayores problemas.
Pretender empezar por una integración política completa es la mejor receta para la parálisis
Una perspectiva de avance en esta dirección obliga a tocar el hueso duro de las importantes y difíciles implicaciones políticas que la misma comporta. La transferencia de soberanía en el área de las políticas económicas nacionales requiere que se den pasos en paralelo hacia una mayor corresponsabilidad política y un marco que garantice la legitimidad democrática y la rendición de cuentas. Los avances en la integración política son los más controvertidos. Para algunos han de ser graduales y bien asentados en los sólidos progresos de la unión económica, para otros es el paso indispensable previo para cualquier transferencia adicional de soberanía. En todo caso, pretender empezar por una integración política completa es la mejor receta para la parálisis.
Es posible recorrer un importante primer trecho de este complejo camino dentro del marco de los tratados actuales maximizando la apoyatura que los mismos para la defensa de la integridad de la moneda única. Es claro, sin embargo, que para llegar a un proyecto más completo y estable será inevitable en el futuro una revisión de los mismos que permita fortalecer el gobierno económico de la eurozona y diseñe los marcos políticos más desarrollados y robustos. Será un camino que solo se podrá emprender cuando se haya conseguido una cierta estabilización de las tensiones actuales y que, en todo caso, estará erizado de dificultades importantes a la hora de conseguir su aceptación tanto por parte de los gobiernos y los ciudadanos de los países miembros de la zona del euro como, especialmente, para los gobiernos y los ciudadanos de los países fuera de la misma, que verán cómo se alejan de los centros de decisión europeos más influyentes y cómo se amplía la brecha que los separa de los países del euro.
José Luis Malo de Molina es director general del Banco de España.
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