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Columna
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Quietos, por favor

Recuerdo con morriña la época en que nuestro Rajoy practicaba el quietismo, su etapa más fructífera

Manuel Rivas

Anoto en el cuaderno de crisis el texto de una pancarta de manifestante: “Nos están tocando los cojones por encima de nuestras posibilidades”. La memoria tiene su estrategia y va apañando por ahí frases y palabras en su faltriquera a la manera que reciclaban el grano las espigadoras que pintó Millet y que recreó, con lúcida premonición, la cineasta francesa Agnès Varda: la noche contemporánea está poblada de espigadoras y espigadores hurgando en los restos del despilfarro. Poco después, anoto otra entrada todavía más radical, pese a las apariencias. Una sugerencia del premio Pulitzer, Paul Goldbeger, de paso por España: “Hoy el mejor proyecto es no hacer ninguno”. Encuentro una inteligente conexión entre la denuncia anatómica del manifestante y la propuesta del Pulitzer, y que podríamos sintetizar en el grito: “¡No hagan nada, por favor!”. Pienso, en primer lugar, en el Gobierno español. Recuerdo con morriña la época en que nuestro Rajoy practicaba el quietismo, su etapa más fructífera, cuando se limitaba a contemplar los efectos de la ley de la gravedad en el desplome de las manzanas socialistas. El quietismo era la filosofía que recomendaba Valle-Inclán en La lámpara maravillosa. Pues sí, vivimos algún maravilloso momento de esperanza, de confianza, de ilusión en el nuevo Gobierno: cuando se estaba quieto. Pero, ¡Dios mío!, empezaron a moverse. Y ya no hablo del paro, que se disparó como consecuencia de las medidas para frenarlo. Hablo de todo: estamos retrocediendo a década por mes. Una especie nefasta en política es la del conservador impaciente. El buen conservador, por su naturaleza, triunfa cuando está quieto. ¡Ah, el quietismo perdido de Gallardón! Pero todavía hay una especie más peligrosa que el conservador impaciente y es la del hiperactivo doctrinario. Por ejemplo, ¿cuántos independentistas catalanes produce por día el ministro de Educación y Barbarie? Dos dosis más de Wert y tenemos hasta al señor Lara, con el conde Godó, blandiendo la estelada.

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