“En 54 años no ha salido nadie como yo”
La primera estrella española en Hollywood reivindica con 84 años su vigencia Dejó el cine en 1974, el destape le parecía "vulgar", pero sigue dando conciertos Repasamos la carrera de Sara Montiel con la ayuda de su fotográfica memoria
El ático donde vive Sara Montiel se extiende por toda la séptima planta de un edificio en el elegante barrio madrileño de Salamanca. Cuando se abre la puerta del ascensor, un retrato de trazos color carmín atrapa la atención. Es el bello, joven y ya mítico rostro de la actriz delineado por su hermano Luis Fernando (“lo hizo en diez minutos”) que da la bienvenida con una mirada entre tierna y sensual. Adentro, las rojas paredes están saturadas de cuadros y fotografías de marcos dorados o plateados. Hay mesillas y vitrinas en donde permanecen apretujados objetos de cristal, cerámica y mármol. Son jarrones, botellas, esculturas, joyeros, lámparas, candelabros. Una pared de espejos le da mayor profundidad al ya de por sí amplio salón que preside, desde aquí, un enorme cuadro del pintor mallorquín Joan Miquel Roca Fuster. Es ella, desnuda, apenas ataviada con un velo, en medio de una escena onírica. Enfrente, otro óleo de similares proporciones muestra a una delgada y joven hada montada en un caballo blanco. Encima del piso de madera se extienden algunos tapetes de tonos guindas y azules.
Antes que su dueña, llega con sigilo “Cuchi”, un perro caniche enano gris. “Es la tercera mascota que tengo. Y todos se han llamado Cuchi: cuchi-cuchi-cuchi”, dirá después, con picardía, la protagonista de Piel Canela. Sara Montiel entra —viene de su dormitorio— y ofrece la mano derecha para saludar. Trae puesto un vestido blanco y unas sandalias con incrustaciones doradas. Sus uñas —postizas— son verdes y su roja cabellera la tiene recogida en una coleta. Acaba de lavarse la cara, no está maquillada, sólo se ha puesto un poco de crema Nivea sobre la piel bronceada (“secuela del verano en la playa. Pero ya desaparecerá, porque soy como la leche”). Se sienta —con delicadeza— en un sillón gris con flores negras, rojas y blancas. Entonces suspira y coloca las manos sobre el regazo.
Ahí está. Es Sara, Sarita, Saritísima, la última diva.
NO HABÍA QUIEN financiara la película. “¿Para qué recuperar los cuplés?” El productor Juan de Orduña escuchaba una y otra vez la misma pregunta. Después de tanta insistencia, su hermano logró conseguir un pequeño crédito gracias a un aval. Sara Montiel estaba en Hollywood, acaba de hacer Yuma y, previa advertencia sobre las limitaciones del rodaje, viajó a Barcelona para protagonizar El último cuplé.
Orduña quería que una “cantante profesional” doblara a la actriz en todas las canciones que tenía que interpretar, pero no hubo quien aceptara sin que le pagaran inmediatamente. Así que Sara Montiel tuvo que hacerlo. Pidió a la orquesta que bajara medio tono para adaptarse a su voz y comenzó a entonar temas como “Nena”, “Clavelitos”, “Ven y ven.”
Fueron tres meses de rodaje llenos de obstáculos. Los decorados eran de cartón. Hubo a quien le tocó usar un vestido de papel. Se hacía una única toma de cada plano porque no había material para hacer varias y elegir la mejor. Un día, el director estadounidense Anthony Mann, entonces esposo de Sara Montiel, visitó el paltó y al ver la precariedad de medios con la que se trabajaba concluyó que la película estaba destinada al fracaso. “Nunca había trabajado en condiciones tan malas. Después de haber estado en México y Estados Unidos, esto era pésimo,” recuerda ahora la actriz, quien al acabar la filmación se fue a Nueva York.
Transcurría la primavera de 1957 y el teléfono comenzó a sonar con noticias inesperadas: “la película es todo un éxito. El Cine Rialto está a reventar. La gente tiene que comprar las entradas con varias semanas de anticipación. Esto ya es un fenómeno social.” ¡Por fin! Sara Montiel llevaba años soñando que un día, no muy lejano, llegara a un aeropuerto y fuera recibida por una multitud de gente y de fotógrafos (“como le ocurría a Sofía Loren”). Y ese día había llegado. Un gentío alborotado y decenas de flases le dieron la bienvenida en Barajas.
Jamás tuve relaciones amorosas con Gary Cooper. Fuimos amigos, y ya. Si hubiera querido, habría hecho el amor con él, pero no quise”
A partir de entonces, el éxito fue estratosférico. Comenzó a protagonizar una cadena de melodramas musicales. Puso su tarifa: “un millón de dólares por película.” Ella misma elegía las canciones que iba a interpretar. También el vestuario, para que estuviera a juego con la escenografía. Y hasta el horario de trabajo: “porque me negué a volver a madrugar. En México y Estados Unidos tenía que levantarme a las cinco y media o seis de la mañana. ¡Nunca más!” Se olvidó de Hollywood: “en todas partes cayó El último cuplé como una avalancha y en todas partes triunfó. ¿Quién, en un caso así, querría volver a hacer de india?”
DE SARA MONTIEL se dicen muchas cosas. Se dice que exigía una media, a manera de filtro, en todas las cámaras que captaban su imagen. “¿Tú crees? Es ridículo. Lo único que pido es luz blanca directa a la cara. Nada más. Es lo único que necesito para salir estupenda. Tengo una maquilladora que trabaja para mí, es verdad. Pero me da muy poco fondo, porque me gusta muy tenue. Así ha sido siempre.”
Se dice que usa peluca. “Uuuuy, ¡mira el pelo que tengo! A mi edad, tengo mucho pelo, ¿comprendes? Ahora: cuando voy a la televisión me pongo como una leona, ¿eh? Me lo rizo muy bien y ya está.”
Se dice que, en realidad, no canta. “No sé quién comenzó a difundir eso de que alguien venía a doblarme las canciones. ¡Nunca! Mira: tal vez yo no sea la mejor cantante. Pero sé interpretar. Y muy bien. He grabado unas 900 canciones. En 1969 hice “Sara Montiel en Persona” para que el público fuera a verme, porque no me conocían, sólo me habían visto en la pantalla. Fue un poco, también, para callar ese rumor de que yo no cantaba.”
Se dice que no desconoce en qué consisten las cirugías plásticas. “¡Jamás! Pero si no tengo arrugas. Algunas líneas de expresión, sí. Muy finas. Pero no son arrugas. No tengo bolsas ni ojeras. No me he hecho nada en la cara, ¿ves? Yo no soy como las de ahora: todas operadas. Se ponen unos morros impresionantes. Yo no me pongo morcillas. ¿No has visto que hay algunas que parecen patos? Ay, me hace mucha gracia. Pero no me gusta.”
Se dice que pasa sus días en sendos rituales de belleza. “Para nada. Mi madre me decía: “ay, hija mía, cuando seas mayor vas a tener la piel de lagarto.” Porque me lavo la cara nada más que con jabón. Con el jabón que sea. Y después me pongo una loción para hidratar. Siempre por la mañana. Tengo los poros muy finos y nunca he tenido problema. Soy muy blanca, piel delicada, fina, pero sin arrugas. Y me maquillo muy poco. Eso sí, me pinto bien mis cejas, me pinto los ojos. Siempre, en el cine y en la televisión, he cuidado mucho las luces que me ponen. Entro al plató una hora antes de empezar el programa y hablo con el iluminador. Veo cómo está puesta la luz, dónde me voy a sentar y le digo: “me vas poner un foco aquí y otro en la cara.” Porque entre más luz tengas de frente, sales mejor.”
Se dice que intimó demasiado con Marlon Brando. “Ah, eso es por los huevos de Marlon. Lo conocí en el 51, en una película que él hacía con Frank Sinatra. Luego nos volvimos a ver en el 55, cuando él estaba haciendo Sayonara. Una vez, hablando de comida, le conté que en España teníamos la tortilla de patata, con huevo. Le hablé también del cocido madrileño. Y de que cada provincia tiene su propia comida, porque España es muy rica en la gastronomía. Y le dije: “yo hago unos huevos fritos con ajos, a lo manchego, ¡que pa qué te cuento!” Y ahí quedó la cosa. Como a las dos semanas, a las cinco de la mañana, Margareth, una criada divina, negra del sur, que teníamos Anthony Mann y yo, me despertó: “¡Señora, Marlon brando está en la cocina!” Pues salí, le hice unos huevos fritos con ajos y un café que me salió buenísimo. Luego él no paraba de decir: “he comido huevos manchegos. Huevos de la tierra de Don Quijote.” Muy majo. Compartíamos también el gusto por México, donde él había hecho Zapata. Pero nada más.”
Se dice que fue amante de Gary Cooper. “¡Ay, por favor! Jamás tuve relaciones amorosas con él. Fuimos amigos y ya. Cuando lo traté, yo estaba con Severo Ochoa. Es cierto que, si hubiera querido, hubiera hecho el amor con Gary Cooper. Pero no quise.”
De Sara Montiel se dicen muchas cosas. “Se han dicho muchas mentiras. Pero ninguna me ha afectado. Estoy muy acostumbrada.”
"El gran amor de mi vida ha sido Severo Ochoa. Pero fue un amor imposible. Clandestino. Estaba casado y, además, no pegaba que él estuviera investigando y yo haciendo películas"
SARA MONTIEL ESTUVO a punto de no nacer. Cuando su madre supo que estaba embarazada por segunda vez decidió que era mejor “que el niño viniera al mundo.” Los tiempos “estaban muy difíciles” como para que la familia creciera tan rápido y, a escondidas, salió de su pueblo para abortar. Pero nadie se dio cuenta de que en el vientre tenía dos placentas. Le sacaron una y la otra siguió creciendo. “Fíjate: tal vez hubiera podido tener una gemela o gemelo.” No lo tuvo pero sus padres se encargaron de que ella tuviera suficiente presencia. Por eso se llama María Antonia Alejandra Vicenta Elpidia Isidora Abad Fernández.
En 1928, Campo de Criptana (Ciudad Real, Castilla La Mancha) era un pueblo humilde que subsistía gracias a la agricultura. Al estallar la Guerra Civil, los Abad Fernández se fueron a Orihuela (Alicante) y ahí la futura estrella comenzó a estudiar en un colegio de monjas. Ahí, también, Sor Leocadia le enseño a cantar. Antonia tenía 16 años cuando en la Semana Santa de 1941 cantó una saeta. La escuchó el periodista José Ángel Ezcurra, fundador de la revista Triunfo, y quiso conocerla.
Ezcurra le puso con una profesora de canto y la animó para que se presentara a un concurso. Interpretó “La morena de mi copla” y ganó. Luego la llevaron a Barcelona para hacer unas pruebas cinematográficas. Y entonces, no sin ciertas reticencias, comenzó a conquistar al cine con su primera película: Empezó en boda, con Fernando Fernán Gómez. “Fernando fue el primero que me besó. Porque yo no sabía besar. Y me explicó cómo se hacían las películas. Es que yo creía que se hacían como se ven: desde el principio hasta el final.”
Quiso tener un nombre artístico y pensó en “Alejandra.” Pero al ilustrador Henrique Herreros no le gustaba. Él sentía, sobre todo, que hacía falta un “apellido contundente”, uno que destacara por su sonoridad. Como Montiel. Ella, por su parte, recordó que su bisabuela se llamaba Sara. Y ese nombre le gustó. Así nació Sara Montiel. Y así la llamaron por primera vez en la revista Primer Plano.
Llegaron más películas. Locura de amor, por ejemplo, donde ella era la antagonista. “Era la mala malísima. Pero ahí el público comenzó a notar que, en realidad, yo estaba buenísima.” Sentía, sin embargo, que su carrera de actriz no acababa de despegar. Un día, el dramaturgo Miguel Mihura (“mi primer amor, el hombre que me hizo mujer. El hombre al que volvía loco en la cama y lo dejaba como un trapo”) la recomendó con los productores de Hispamex y la contrataron para hacer Furia roja en México.
Sara Montiel llegó al Distrito Federal acompañada por su madre en abril de 1950. “¡Ay qué país, México! Qué sitios, qué gente. Una industria cinematográfica muy profesional, en plena época de oro. Y qué comida. ¡Y la gente se podía divorciar! Y esa era una realidad que contrastaba con la España cutre que teníamos. Y al instante me hice famosa. Cómo no, si me pusieron al lado de Pedro Infante. Hice tres películas con él: Necesito dinero, Ahí viene Martín corona y Vuelve Martín Corona. Y me hice mexicana, claro. Todavía tengo mi carta de nacionalidad en la caja fuerte. Y, además del español, tengo pasaporte mexicano. Cuando me casé con Anthony Mann, en Los Ángeles, me casé con pasaporte mexicano.”
"Una estrella no iba al supermercado a comprar un kilo de carne y unas zanahorias con unos pantalones cualquiera y la camisa por fuera. Hoy sí. Por eso la gente no les tiene respeto"
Se había ido a Estados Unidos para hacer películas como Veracruz y Serenade, donde conoció a Mann. Pero después del éxito de El último cuplé centró su vida artística en España, hasta que en los 70 dejó de filmar. “Después de Cinco almohadas para una noche me di cuenta de que el “cine del destape” no era para mí. Era muy vulgar. Tuve muchos ofrecimientos. Pero no acepté.”
México contaba con refugiados españoles de primer nivel. Gracias a José Puche, que había sido ministro de Sanidad en la República de Juan Negrín, Sara Montiel comenzó a verse rodeada de varios intelectuales. Ella, que nunca ha sido “mujer de escuela y universidades”, tuvo “al mejor maestro”: el poeta León Felipe. “León no soportaba que yo no supiera leer bien, que fuera tan ingenua, inculta. Me daba libros de historia de México. Y yo los leía los copiaba. Así aprendí a leer y a escribir. Me puso a estudiar teatro. Se enamoró de mí. Pero… yo no. Y creo que lo decepcioné. A sus tertulias acudía gente como Alfonso Reyes o Pablo Neruda. Un día me presentó a Diego Rivera y a Frida Kahlo. Jamás me imaginé estar entre gente como ellos.”
Jamás imaginó, tampoco, conocer a Ernest Hemingway. “Fuimos a Cuba a grabar unos exteriores y ahí conocí a Ernesto. Después de un mes de rodaje, la señora María Luisa Gómez Mena organizó una cena para todo el equipo en su mansión. Invitó a más gente, entre ellos a Ernesto. Nos presentaron y hablamos sobre sus andanzas en España y sobre su novia segoviana. “Era tan guapa como tú”, me dijo. Cuando acabamos de comer salieron los criados con unas bandejas de puros para quien quisiera. Ernesto cogió uno para él y otro para mí. Y me dijo: “no sé por qué me da que tú vas a fumar muy bien. Como la señora Gómez Mena, muy elegante.” Uy, yo casi me hago con el humo. Él me dijo: “no tienes que tragarte el humo. No debe llegar más allá de la punta de tu lengua.” Y eso hago hasta ahora. Sigo fumando de vez en cuando. Y sé que cuando fumo mi mano está muy bien puesta. Hay mujeres que cogen el cigarro mal, arrugado, pero yo lo hago con la mano estirada. Me lo ha dicho mucha gente y yo sé que tengo ese don.” Y al contar esto, le resulta inevitable rememorar aquella escena de El último cuplé en donde, acompañada por la música de piano y recostada en una chaisse-longe, derrama sensualidad:
Fumar es un placer
genial, sensual.
Fumando espero
al hombre a quien yo quiero
tras los cristales
de alegres ventanales.
Y mientras fumo
mi vida no consumo
porque flotando el humo
me suele adormecer…
Canta Sara Montiel.
TIENE 84 AÑOS (“nunca he ocultado mi edad”) y afirma —categórica— que no piensa bajarse de los escenarios. “Con la llegada de la primavera me pongo a dar conciertos. Y me va muy bien. Ahora: yo en diciembre y enero no hago nada, ¿eh? Siempre a partir de marzo. Hace un año, ya en otoño, hice como seis galas. A mí me quieren mucho en toda España. Estoy dos horas en el escenario y todos salen encantados. Y no hago nada para cuidar mi voz.” Enseña —orgullosa— un poster que anuncia una presentación en Zamora el pasado mes de junio. Aparece recostada, cubierta por una sabana rosa pálido y con un puro en la mano. “Es la foto más reciente que tengo.”
Tiene más planes. “Aquí en mi casa guardo 150 vestidos de noche. Cuando tenga tiempo y ganas haré una exposición con ellos. Cogeré a dos o tres modelos y haré una fiesta a beneficio de algo. También pienso vender esta casa. Ya es de mis hijos y ellos la quieren vender. Nos iremos al piso de Plaza de España.”
Tiene una memoria precisa. “Es demasiada. A veces no quisiera tener la memoria que tengo. Me acuerdo muy bien de todo y eso no a todos les gusta.” Cuando empieza a ver las fotos incluidas en su autobiografía Vivir es un placer (Plaza&Janés, 2000) recuerda las fechas y las circunstancias exactas en que fueron hechas. “Me veo y digo: ¡coño!, ¿yo era así?... ¡Madre mía!”
Tiene dos hijos y el recuerdo de once que no fueron. “He tenido once abortos. El último, a los 51 años. Intenté e intenté parir, pero no pude. Al final adopté dos: Thais y Zeus, que los amo con todo mi corazón. Hubo una vez que casi lo lograba. En el 59, cuando ya tenía una panza enorme de ocho meses, me caí al salir del estudio de mi marido. Caí de culo, sentada, y empecé a reírme: “pero ¿será posible?, ¿seré tonta?” A las cuatro horas empecé a sangrar como un cochinillo al que le rajan el cuello. Me llevaron al hospital, me hicieron una cesárea. El bebé se murió en el momento en que me caí. El doctor que me atendió me dijo que tendría secuelas debido al edema de Quint, y así fue. Me quedaba embarazada pero a los tres, cuatro, cinco meses…, todos los perdía causa de una inflamación en los tejidos blandos.”
Tiene nostalgia de sus amores. “Cuatro matrimonios y… y… ¡Uy!, ya perdí la cuenta de los novios. El primero fue Miguel Mihura. Yo tenía 17 años y él 40. A León Felipe lo quise, pero no me enamoré. El gran amor de mi vida ha sido Severo Ochoa. Pero fue un amor imposible. Clandestino. Lo vi por primera vez en el consulado mexicano de Nueva York y me gustó de inmediato. Y yo a él. Pero estaba casado y, además, no pegaba que él estuviera investigando y yo haciendo películas. ¿Qué iba a ser mi vida con él? ¿Él en su laboratorio y yo tomando el té con las esposas de otros científicos? No. Con Tony Mann estuve casa siete años hasta que nos divorciamos porque cada uno tenía sus planes. Chente [José Vicente Ramírez García-Olalla] fue un error. Quería que dejara mi carrera y se apropió de buena parte de mi dinero. Pepe Tous fue mi gran compañero. ¡27 años juntos! A él le debo el impulso de faceta de cantante y, principalmente, que fue un gran padre para mis hijos hasta el último de sus días.” ¿Y ahora? “Tengo un amigo con derecho a cosquillas. No digo más.”
EL SOL ENTRA POR la ventana mientras Sara Montiel habla en el rincón favorito de su casa. En este sillón floreado permanece durante horas viendo películas en una pantalla de 85 pulgadas. Y desde aquí se esfuerza por explicar porque ella no es “alguien normal.”
—Yo no soy la clásica señora. No, no. En absoluto. Yo ahora estoy escribiendo y también grabando cosas que publicaré luego o que se publicaran cuando me muera. Porque, claro, tengo 84 años. Ya no tengo mucho tiempo, soy consciente. Pero desde hace 54 años no ha salido alguien como yo, que haga las taquillas que hacía yo. Tengo una placa en un cine de México porque estuve tres años con El último cuplé. Y eso no vuelve a repetirse. Mi éxito, lo que me pasó a mí, llegar a lo que llegué, ya es muy difícil.
—Y la época que usted protagonizo, ¿tampoco volverá?
—Ya no. Porque se acabó el glamur de antes. Era otra manera de lanzar a las estrellas. Los estudios nos cuidaban mucho. Nos protegían. Una estrella no iba al súper mercado a comprar un kilo de carne y unas zanahorias con unos pantalones cualquiera y la camisa por fuera. Hoy sí. Y por eso la gente no les tiene respeto. Ahora la gente no se mata por ver a una estrella, porque las tienen en anuncios, en la tele… Entonces, todo eso quita el misterio que tenían antes las estrellas.
—Pero usted, por ejemplo, ha permitido que la prensa rosa se inmiscuya en su vida privada. ¿No es esta una forma de perder ese misterio del que habla?
—Es que ahora los de la prensa se meten en la vida privada de todos. De todos. Hasta en la de los reyes. Además, yo nunca he escondido nada. Y lo de mi boda con el cubano [Antonio Hernández] y su homosexualidad y yo qué sé… no tiene importancia. No me afectó.
Sara Montiel —la piel bronceada y sin maquillaje— viste siempre de rojo, negro o blanco. “Es un consejo que me dio Marlene Dietrich.” Duerme en camisón. De seda. “Lo delicado me ha gustado toda la vida.” Se guarda algunas cosas que todavía no quiere hacer públicas, como para resarcir su misterio de estrella. Porque ha sido la primera actriz española de fama internacional. Porque es la última diva.
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