¿Qué ocurre con Cataluña?
Hace mucho que en España debería haberse cogido el toro por los cuernos de manera democrática
Algunos amigos madrileños, buscando la confidencia de un federalista catalán, me preguntaban sorprendidos este verano: “¿Qué ocurre en Cataluña?”. No adivinaban causa alguna en la última década. En Cataluña, por el contrario, lo acontecido resulta tan grave que la pregunta sólo puede registrarse en clave cínica. Se trata de la diferencia entre las culturas políticas que rigen a uno y otro lado: unas mismas cosas resultan aquí insignificantes y ahí insoportables. Es la “cultura difusa” de los pueblos, esos rasgos persistentes que sólo alcanzan a modificarse muy de tarde en tarde, por el efecto de procesos de larga duración.
Es la misma diferencia que, ya en la primera mitad del XIX, daba lugar al desencuentro entre una España liberal, moderada y jacobina, y una Cataluña republicana, bullanguera y federalista. En 1869, después de La Gloriosa, el republicanismo federalista alcanzaba el 76,6% de los escaños en Cataluña y el 18,7% en el conjunto de España. Es una diferencia que persistirá y que se hará notar en tantas otras ocasiones posteriores, hasta llegar a nuestros días.
Fue esta disintonía la que empujó a Joan Maragall, desde su entusiasta Himne Ibèric, a su vencido Adéu Espanya! Ya en el siglo XIX, unos versos anónimos lo expresaban con la habitual sorna popular: “Un conejo y una langosta / —¡fijaos si es cosa extraña!— / querían arreglar España, / ¡quién iba a imaginarlo!” (traducido del catalán). Incomunicación total: una coraza y unas antenas tentando el vacío, frente a un hocico peludo, palpitante y receloso. Es lo que queda del pacto anhelado cuando la cultura, en principio porosa y maleable, resulta tanto o más coriácea que la misma naturaleza.
Las raíces de estas dos “culturas difusas” son anteriores a la revolución democrática. Culminan en la Guerra de Sucesión (1701-1714), con la derrota del austriacismo y su “España compuesta” a manos de los Borbones y su “Nueva Planta” uniformadora. Por no remontarnos a la Edad Media, cuando la Confederación Catalano-Aragonesa se fraguaba mediante la suma de reinos iguales entre sí, incluso tratándose de tierras conquistadas (Valencia, Mallorca…), mientras Castilla anexionaba y subyugaba a su paso. Circunstancias distintas conjugaron formas de hacer ciertamente opuestas.
Cataluña ha constatado escandalizada cómo se rebasaban todos los límites contra su voluntad democrática en el terreno político, judicial, mediático, comercial… y hasta deportivo
Hace mucho que, en España, debería haberse cogido el toro por los cuernos, dando la batalla por una cultura política democrática, capaz de reconocer al otro y de concebir al Estado como el edificio común de la realidad plurinacional que abarca. El cortoplacismo que impera sobre el interés general, sin embargo, impidió a los partidos estatales asumir esta responsabilidad estratégica, a la que estaba vinculada la viabilidad futura de España. Modificar la “cultura difusa” es un empeño que puede ser vital a largo plazo, pero paralizante en lo inmediato, sobre todo cuando alguien ve, en los reflejos condicionados de la gente, un dispositivo ventajista del que sacar provecho (catalanofobia, agravio comparativo…). Ello ha producido un grave lastre en la política española, de modo que la voluntad de pacto de Cataluña —y no digamos su ideal federal y plurinacional para España—, han sido gravemente escarnecidos, al extremo de estar mutando hoy hacia un decepcionado y ofendido Adéu Espanya!
En efecto, Cataluña ha constatado escandalizada cómo se rebasaban todos los límites contra su voluntad democrática en el terreno político, judicial, mediático, comercial… Y hasta deportivo, con la negativa rotunda, en pleno auge del Barça, a unas “selecciones catalanas” a la escocesa. La fiera que se daba por muerta se había alzado y daba al traste, sin más, con el pacto estatutario, establecido solemnemente entre las cámaras legislativas catalana y española y después refrendado por el pueblo catalán. Con ello, se desmentía también el pacto constitucional de 1978, al quedar descartados los desarrollos federales y plurinacionales que se habían dado por incluidos. Más aún: sobre la base de la nueva jurisprudencia estatutaria, se pondría en marcha un nuevo intento, hoy en curso, por cargarse el modelo lingüístico catalán, que ha regido desde la transición, apoyado por un vasto consenso social.
Llovía sobre mojado. Escocía aún en la memoria la bochornosa caída de algunos servicios estatales en Cataluña (trenes de cercanías, red eléctrica…), mientras la discriminación de los peajes seguía llamando a la ventanilla y el peso muerto del Estado se dejaba sentir sobre algunas cuestiones estratégicas: eje mediterráneo, alta velocidad, régimen de aeropuertos… Todo ello, con un déficit fiscal que ha venido más que doblando el 4% que en Europa nunca se franquea y que es el límite para que la necesaria solidaridad no resulte un timo.
Po otro lado, en pleno jaleo cavernario, aparte unas pocas voces lúcidas, predominó en España un silencio espeluznante. ¿Dónde andaban los ilustrados? Algunos han venido ensayado análisis demasiado alejados de los hechos, como José Luis Álvarez (La lucha final de la burguesía catalana, EL PAÍS, 21 de agosto de 2012), que, junto a algunas observaciones interesantes, compone un relato según el cual el catalanismo sería una añagaza de la burguesía catalana, alimentada por un PSC que renunció a oponerle un movimiento basado en la inmigración del resto de España… Todavía.
Es elemental saber que el catalanismo ha sido y es un factor transversal, encabezado sucesivamente, a lo largo de la historia, por opciones políticas y sociales opuestas. El PSC, por su parte, en la confrontación derecha/izquierda, no ha sido menos que el PSOE o que cualquier otro partido socialista europeo. Eso sí, entre sus objetivos básicos ha figurado siempre la unidad civil del pueblo de Cataluña. Pronto hará un siglo que los partidos obreros renunciaron a cualquier forma de contrasociedad y se dispusieron a ganar, para la causa del progreso, la voluntad mayoritaria de la sociedad. Por otra parte, la izquierda, en Cataluña como en el mundo entero, impulsa hoy modelos interculturales que amparan la pluralidad cultural y promueven la identidad común de futuro. La multiculturalidad estanca, y con ella el inmigracionismo, discrimina siempre al más débil. Cataluña está vacunada al respecto: el lerrouxismo fue combatido frontalmente por socialistas y libertarios y hoy solo es una tentación para cierta derecha.
Una de las batallas fundamentales del PSC, eso sí, ha sido la del federalismo. Se trata de uno de sus principios básicos: libertad y unión convenida, frente a la confrontación de nacionalismos opuestos. Es a su vez un buen marco conceptual para el encaje plurinacional de Cataluña en España. Como lo es para encauzar la doble pertenencia catalana y española de muchos catalanes, particularmente cuando la inmigración del resto de España era aún tan reciente. De la mano del PSC, la idea federal arraigó de nuevo en Cataluña. Llegó a ser una idea hegemónica.
¿Qué ha ocurrido, pues? Alguien, dolido, ha afirmado que, a la hora de la verdad, no había federalistas al otro lado. No es exacto: el nuevo Estatut fue aprobado por una mayoría de la Cámara española. Lo que ocurrió fue que, ante el tumulto, el linchamiento y la mutilación extraparlamentaria del texto legal, quienes lo habían apoyado sintieron en el cogote el frío que produce saberse a contrapelo de la cultura política imperante, jaleada y enardecida por el adversario. Ello les indujo a ponerse de perfil y a disimular. Los catalanes miraron entonces al PSC: ¿les había contado el cuento de la lechera? Ésta es una de las gordas facturas que está pagando hoy este partido. Los federalistas catalanes habíamos sido derrotados, pero no por el nacionalismo catalán, sino por España. Ante la evidencia de estar viviendo en casa ajena y en la imposibilidad de una casa común, no hay más salida que la casa propia. Sólo España podría revertirlo, aunque parece utópico que vaya a hacerlo.
Jordi Font es licenciado en Geografía e Historia, antiguo dirigente del PSC, miembro del foro Nou Cicle y director del Institut del Teatre de Barcelona.
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