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Tribuna
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El teorema de Tobruk

La cuestión es saber por qué el impulso que catapultaría a los islamistas se ha frenado en Libia

Bueno, pues ahí lo tienen. Hay una excepción libia. Los islamistas ganaron en Túnez. En Egipto, comparten el poder con el ejército. Pero en Libia, ni lo uno ni lo otro.

Aunque, en el momento en que escribo estas líneas, todavía no tenemos las cifras definitivas, la tendencia es clara: los Hermanos Musulmanes han sido derrotados en Trípoli; y en Bengasi, que nos presentaban como ganada para su causa de toda la vida; y en Derna, que, durante la guerra, pasaba por ser un feudo del yihadismo. Y es que la gran vencedora de las primeras elecciones libres organizadas en Libia desde hace casi medio siglo es la coalición liderada por Mahmoud Jibril.

Prefiero no detenerme demasiado en los pájaros de mal agüero que empezaron anunciando que estas elecciones no se celebrarían. Después que, de llegar a celebrarse, sería en un clima de violencia que invalidaría los resultados de antemano. Y más tarde que, de acuerdo, la gente votaría, pero que era difícil imaginar a un pueblo tan atrasado decantándose por otra cosa que no fuera el oscurantismo.

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Esos pretendidos expertos no sabían nada. Eran los mismos que, durante la guerra, nos describían a un Gadafi invencible; después, una guerra interminable; luego, a algunos días de la victoria, un estancamiento, un nuevo Vietnam. Una vez más, ha quedado claro que hablaban sin saber; que tan solo estaban seguros de sus prejuicios de demócratas por la gracia divina que pretenden cerrar las puertas del paraíso a la chusma de los no elegidos; y que, igual que en Bosnia, en Ruanda y en todas partes, el mismo lote de prejuicios que intentaban vendernos como análisis los llevó a extraviarse una vez más.

Hoy por hoy, la verdadera cuestión es saber lo que ha sucedido y por qué el impulso que se suponía catapultaría a los islamistas se ha frenado precisamente en Libia.

Obviamente, la personalidad de los hombres involucrados tiene algo que ver. Empezando por la de Mahmoud Jibril, ese antiguo profesor de Pittsburgh convertido en héroe nacional, ese hombre que nunca dudó, que nunca cedió y al que tuve ocasión de ver en acción, al menos en tres ocasiones, en el otro escenario en el que se decidió el destino de la guerra: el 10 de marzo de 2011, ante un Nicolas Sarkozy al que había que convencer de que reconociera al CNT; cuatro días más tarde, el 14, frente a una Hillary Clinton a la que había que conmover y persuadir para que se sumara a la coalición; más tarde aún, el 12 de agosto, cuando se negó a obedecer a los generales de la OTAN, que le pedían que aplazara el levantamiento de Trípoli. Este hombre, que hizo la guerra sin amarla, tiene talla de hombre de Estado, y eso es lo que los libios han presentido.

Mahmoud Jibril tiene talla de hombre de Estado, y eso es lo que los libios han presentido

El hecho mismo de la guerra, el hecho de que el pueblo tuviera que participar en ella al completo, el hecho de que la caída del dictador no le haya sido dada, sino que tuvo que ganársela, y ganársela en dura lucha, el hecho de que para ello tuviera que pasar siete meses de sufrimiento y sacrificios, de batallas inciertas, de esperanzas unas veces frustradas, otras renacidas, ese calvario, esa temporada en el infierno, todo eso ha generado una especie de pasión por la reflexión que, en Libia como en todas partes, constituye una buena escuela de prudencia y sabiduría. Cuando se ha pagado un precio tan alto por el derrocamiento de la dictadura, ¿cómo no obsesionarse por todo aquello que podría permitir su retorno? Después de apostarlo todo para vencer a la barbarie, ¿quién se arriesgaría a verse privado de los frutos de su victoria? ¡Hace falta no saber nada sobre la humilde ley de la resistencia para imaginar a los libertadores de Misrata, a los chebabs de Ajdabiya y Tobruk, a las heroicas mujeres de Trípoli aceptando de nuevo el yugo de la servidumbre, esta vez voluntaria!

Pero hay otra razón, tal vez la esencial, para esta debacle de los islamistas: como en todas partes, uno de sus grandes argumentos era el de una guerra de civilizaciones en la que Occidente, ontológicamente enemigo del mundo árabe, toma sistemáticamente partido por los opresores. Sin embargo, este argumento voló en pedazos cuando el pueblo de Bengasi vio abatirse a los aviones franceses e ingleses sobre los tanques que se disponían a arrasar la ciudad. Todo el aparato ideológico de esos hombres y mujeres que hubieran podido dejarse tentar por la propaganda islamista quedó desbaratado ante la imagen, y luego la idea, de esos “judíos y cruzados” que, sin contrapartida alguna, venían a tenderles la mano y a contribuir a su salvación.

Fue una de las razones que me hicieron desear tan ardientemente que mi país se decidiera a injerir en los asuntos internos de una tiranía que confundía el derecho de los pueblos a disponer de sí mismos con el derecho de los tiranos a disponer de sus pueblos.

Y hoy tenemos la prueba de que estos cálculos eran tan acertados como justos: justa, por supuesto, la intervención que detuvo una masacre anunciada; justa, por principio, la caída de una de las más longevas dictaduras contemporáneas; e igualmente justa, la apuesta por una fraternidad en las armas que, lejos de convertirnos en no sé qué tontos útiles a los islamistas, privó a estos últimos de su mejor argumento.

Los amigos del pueblo sirio deberían tomar buena nota. Y también los malos realpolítikos que, evidentemente, no han comprendido que si bien, en efecto, el islamismo está aquí, amenazador, terrible, horizonte siempre posible de las revueltas contra los déspotas árabes, con nuestro socorro a los pueblos lo debilitamos y con nuestra tardanza le allanamos el camino.

Bernard-Henri Lévy es filósofo francés.

Traducción de José Luis Sánchez-Silva.

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