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Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Ruptura en Paraguay

El Congreso destituye a Fernando Lugo acusándolo de gestionar mal un conflicto con los campesinos

La fulminante destitución del presidente paraguayo por las dos cámaras del Congreso representa cuando menos un juicio político precipitado en un país caracterizado por su inestabilidad. En menos de treinta horas y sin que el ya ex jefe del Estado haya tenido tiempo de articular su defensa, Fernando Lugo, primer presidente izquierdista del país, ha sido desposeído del cargo acusado de incompetencia en la resolución de un conflicto de ocupación de tierras —habituales en el pobrísimo Paraguay— en el que fallecieron 17 personas entre campesinos y policías la semana pasada.

Más allá de la excepcionalidad del procedimiento o la falta de apoyos parlamentarios de Lugo, todo sugiere una venganza que esperaba su turno. Lo abona la alianza contra natura en las dos cámaras entre el derechista Partido Colorado, al que Lugo expulsó del poder en 2008 tras 61 años ininterrumpidos, y los liberales, socios de coalición del expresidente, que días antes de la destitución ya lo habían abandonado. El hecho de que Lugo haya sido depuesto cuando solo le quedaban nueve meses de mandato añade cuerpo a la sospecha de una decisión previa para desembarazarse de un presidente que suscitó grandes esperanzas entre los desposeídos de su país, pero que vio paralizada pronto su agenda reformista por una clara oposición en el Congreso. Lugo tiene razón cuando en su digno y mesurado mensaje de despedida afirmó que ha sido herida la democracia paraguaya y que se han transgredido elementales principios de defensa.

La asunción de la presidencia por el liberal Federico Franco ha provocado las airadas condenas de Unasur, algunas tan extemporáneas como las de Argentina o Venezuela, y la amenaza del organismo latinoamericano de no reconocer al nuevo jefe del Estado. Una actitud esta que contrasta con la extremada prudencia de gobiernos como los de España o Estados Unidos, que se limitan a exigir el escrupuloso mantenimiento de los principios democráticos.

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