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Columna
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Plan Eternidad

La Iglesia católica es, en la práctica, es una gran empresa privada asegurada por la financiación pública y con privilegios fiscales

Manuel Rivas

Acostumbrados como estábamos a un Apocalipsis por día en la época en que en España gobernaba el Ángel Malo, y sembraba el terror su temible ministra de Igualdad, es de celebrar el nuevo espíritu jovial y emprendedor de la Iglesia católica. Cuando la Iglesia española se destensa, cuando monseñor Rouco no está eternamente enojado, cuando repica con alegría la sintonía de la Cope, hasta la cartografía se relaja y España parece el auténtico e increíble escenario de Españoles por el mundo. Más importante que cualquier medida del Gobierno, es que la principal empresa espiritual de España lance un plan de empleo hacia la eternidad: “No te prometo un gran sueldo; te prometo un trabajo fijo”. En mi bar preferido, por vez primera la peña ha escuchado con cierta devoción al portavoz episcopal. En el concordato de 1953, el Estado español ya reconocía a la Iglesia la condición de “sociedad perfecta”. Y Franco firmaba con esta declaración a Pío XII: “Postrado ante Su Santidad, besa humildemente vuestra sandalia el más sumiso de vuestros hijos”. Todo el mundo tiene su momento de humor. El caso es que la Iglesia no es una sociedad más, y no sólo por su naturaleza religiosa. Es la más antigua y experimentada empresa. La que fue “gran señora feudal” continúa a ser la mayor propietaria de patrimonio catastral. En la actual depresión, hay paganos, incluso cristianos, que critican la exención tributaria de la Iglesia, al tiempo que recibe miles de millones (10.000, el pasado año) en transferencias del Estado. ¿Cómo definir este estatus? En la práctica, es una gran empresa privada asegurada por la financiación pública y con privilegios fiscales. La bicha de la Iglesia fue el liberalismo. Ahora ha conseguido colocarse, como quien dice, encima del pastel. ¿Para qué cambiar esa “sociedad perfecta”? Lo expresó con respetuosa ironía un paisano peregrino maravillado por las pompas del Vaticano: “¡Y pensar que empezamos con un pesebre!”.

 

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