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Tribuna
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El mito de Lula y el antimito de Dilma

La presidenta de Brasil pretende convertir en realidad lo que su predecesor vendió al mundo

Juan Arias

Brasil está cambiando, a mejor, gracias a una antítesis: el mito de Lula frente al antimito de Dilma. Son dos caras de una misma moneda, ambos responsables del salto dado por Brasil hasta convertirse en la sexta potencia económica del mundo. El mito de Lula, creado a través de sus méritos de genio de la política y de su biografía de niño pobre del norte que huyó con su familia a la rica São Paulo en busca de trabajo; y que de limpiabotas y vendedor ambulante, sin poder estudiar, pasó a fundador del mayor partido de izquierdas de América Latina y sindicalista de hierro, se nutre de superlativos. El antimito de Dilma está más bien basado en los diminutivos.

El mito de Lula quedó consagrado por Obama, cuando calificó al líder brasileño en la cumbre de su gloria de “político del mundo”. Su mito vendió al mundo no sólo las posibilidades aún en ciernes de un Brasil con mil sombras y lagunas, sino del país ideal donde todo, hasta la sanidad pública “había alcanzado la perfección”. A Lula le bastaba decir, fuera y dentro del país, que en Brasil ya no había pobres, que Europa tenía que aprender de aquí, o que se habían construido millones de casas populares, para que sus palabras se transformaran en la realidad percibida, porque los mitos no se equivocan ni son discutidos. Pero Lula también creó realidades muy concretas, como la llegada a la clase media de 30 millones de pobres. El mantenimiento de la política económica liberal de su antecesor Cardoso, fue imprescindible para devolver a Brasil su orgullo nacional perdido y proyectar el país a nivel planetario haciéndolo objeto de deseo de los empresarios de medio mundo.

¿Y el antimito de Dilma? Curiosamente a ésta la llevó al poder Lula con la fuerza de su popularidad y la promesa de que ella continuaría el mito de un Brasil ya perfecto. Dilma, sin embargo, ya en su primer año de gobierno se ha revelado como un verdadero antimito. Su fuerza es la ausencia de hipérboles; su eficacia, la fuerza de sus gestos simbólicos. Lula gritaba, Dilma susurra o grita sólo en privado a los ministros que no ofrecen resultados en su gestión. Habla poco, no le gusta aparecer. Trabaja en el palacio presidencial todo el día. Sale sólo lo indispensable y, en general, de mala gana.

Dilma se ha granjeado el consenso de la clase media que no la había votado

¿Cómo se explica que en un país acostumbrado al mito de Lula que lo ocupaba todo con la fuerza de su carisma, la discreta Dilma le haya superado —y ampliamente— en consenso popular tras un año en el Gobierno y apareciendo justamente como un antimito? Aunque es aún pronto para responder a esa pregunta, algunas respuestas empiezan sin embargo a pergeñarse. A los brasileños les está agradando el carácter simbólico y antihéroe de Dilma que ha usado muy poco su biografía de ex guerrillera, de ex presa y ex torturada durante la dictadura militar, y que es capaz de no negar lo que a Brasil le falta aún para ser de verdad un gigante americano.

Ante la sociedad y sobretodo en privado, ante sus ministros y altos funcionarios, Dilma se irrita con lo que en Brasil aún no funciona: sus infraestructuras, su violencia crónica, su falta de eficiencia en la gestión de la máquina pública, la carencia de vivienda para ocho millones de ciudadanos, y los aún 16 millones de pobres. Le duele que Brasil aparezca aún en los análisis y sondeos internacionales en el furgón de cola de los índices de calidad de vida, de calidad de la enseñanza primaria y de la distribución de renta; o en los puestos de cabeza en los de corrupción política y de asesinatos. Lula llegó a pedir que Brasil protestara públicamente por esos estudios internacionales, porque según él, “son injustos” con Brasil. Dilma prefiere callarse y trabajar para que dichos índices mejoren lo antes posible.

Lula, enemigo de planillas y estudios, era y es más político que Dilma. Se preocupaba más por mantener unida y feliz a la base aliada de los 12 partidos —desde la extrema izquierda a la extrema derecha— que apoyaban a su Gobierno. Dilma privilegia los resultados concretos. Si Lula llegó a afirmar que la salud pública era perfecta, Dilma se irritó en público cuando supo que en muchos hospitales se almacenaban aún empaquetadas o sin funcionar por falta de técnicos, cientos de máquinas para realizar mamografías que habían costado millones mientras las mujeres no conseguían hacerse los exámenes preventivos. Si Lula mantenía por amor a la unidad política del Gobierno a ministros acusados de corrupción, Dilma echó a seis de ellos antes de completar su primer año de gobierno, a pesar de que Lula pidiera a dichos ministros que “tuvieran caparazón y no dimitieran”. Son dos estilos diferentes de gobernar. Lula echaba la culpa de las acusaciones de corrupción a las intrigas de la oposición, Dilma los pone en la calle. Y ésta, con su sola autoridad, sin el carisma de Lula, está consiguiendo disciplinar mejor que él las votaciones del Congreso a favor de su gestión.

Lo curioso es que Brasil, que a pesar del peso del atraso que arrastra ha tomado el tren del progreso y camina ya con respeto internacional en el mundo actual convulsionado y en crisis, ha necesitado y sigue necesitando para ello, primero del mito de Lula, el genio de la publicidad que supo vender, como nadie lo había sabido hacer en el pasado, su país al mundo, y ahora del antimito de Dilma. Lo que ésta pretende con su obsesión por los resultados en la gestión de lo público, con su estilo discreto, con minúscula y sobre todo con sus gestos simbólicos, es convertir en realidad el Brasil que Lula vendió al mundo. Sus últimos gestos van por ese camino: colocar en su Gobierno a personas cualificadas para el cargo sin tener excesivamente en cuenta los apetitos a veces espurios de los políticos, como el nombramiento para el importante Ministerio de Ciencia y Tecnología de un físico, Marco Antonio Raupp, y de una química, María da Graça Fuster, como presidenta de Petrobras, la empresa más importante y emblemática del país.

A ello hay que añadir sus dos grandes eslóganes que forman parte ya de su biografía de presidenta y que revelan tanto su desasosiego con la corrupción política o económica como su defensa a ultranza de la libertad de expresión —el supremo valor democrático— hoy tan castigado en otros países de este continente americano y que ella está respetando con rigor y convicción. Uno es “seré inflexible en mi lucha contra la ilegalidad”, y el otro, “prefiero el ruido de los periódicos al silencio de las dictaduras”. Frente a una parte de su propio partido que le exigía el eufemístico control social de los medios, respondió con humor: “Yo no conozco otro control que el mando de la televisión”. En este primer año de gobierno ha sido fiel a ambos principios, base de su presidencia, que entre otros frutos le ha brindado el consenso de la clase media que no la había votado. El resto se verá.

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