¿Qué reforma laboral?
Los logros de la larga serie de reformas laborales habidas son escasos, en términos netos.
Estamos asistiendo a un episodio más de una larga telenovela que dura casi ya treinta y cinco años, “La reforma del Estatuto de los Trabajadores”. El guión de la reforma se ha movido a través de un argumento básico: dotar de mayor flexibilidad al sistema de relaciones laborales. Primero se abordó la flexibilidad externa, por el lado de la contratación, al albur de aumentar la generación de empleo. Después, se intentó atender a la flexibilidad interna, en el buen entender que con ello se mejorarían las condiciones de las empresas para aumentar su nivel de productividad. Y en un tercer nivel, se modificaron también algunas de las normas que afectan a la salida de la relación laboral, básicamente en lo que se refiere al coste del despido y a facilitar el improcedente. La línea, en general, de continuidad consistía en dotar de mayor flexibilidad al sistema para adaptarse a los cambios del ciclo económico, en la idea de que ello conferiría mayores niveles de competitividad a la economía española, con el fin de generar cotas más elevadas de estabilidad en la evolución cíclica del empleo.
A la vista de los resultados alcanzados, los logros de la larga serie de reformas laborales habidas son escasos, en términos netos. Hemos vuelto a una tasa de desempleo similar a la que se estimaba allá por 1994, momento de una de las oleadas reformistas en materia laboral más intensa, y la fluctuación del empleo no se ha amortiguado desde entonces, sino que, incluso, se han acentuado.
Sin duda, el momento es distinto, en un contexto de globalización financiera y comercial más intensa, una crisis económica no conocida desde hace casi un siglo y, por tanto, un entorno internacional mucho más agresivo que obliga a nuestras empresas a hacer un mayor esfuerzo competitivo, que en suma permita expandir la oferta productiva y, por ende el empleo.
Y, en este contexto, ¿qué papel juega el mercado laboral y su regulación? Es básicamente un mecanismo de ajuste entre trabajo y puestos de trabajo, por lo que el papel de su regulación no será tanto el de crear puestos de trabajo como el de facilitar que el contacto de estos con el trabajo sea lo más eficiente posible, en términos de duración y coste. Sin duda, que a mayor eficiencia en la intermediación, menor será el periodo de búsqueda para los trabajadores y empresarios y, por tanto, el volumen de puestos de trabajo vacantes en cada momento será inferior, lo que significa que para una cantidad dada de trabajo el volumen de desempleo será menor.
Si la actividad económica no crece lo suficiente, las tasas de desempleo se mantendrán elevadas, por mucho más eficientemente que funcione el mercado de trabajo.
Podríamos, por tanto, atribuir una parte del desempleo existente al mal funcionamiento del mercado laboral, pero no todo, ni tan siquiera la parte más gruesa, debido a la escasez de oferta de puestos de trabajo. Luego, si la actividad económica no crece lo suficiente, para absorbiendo el efecto del aumento de la productividad poder también generar empleo, las tasas de desempleo se mantendrán elevadas, por mucho más eficientemente que funcione el mercado de trabajo.
Que este mecanismo no funciona de la mejor manera posible, en el caso español, es cuestión asumida por casi todo el mundo. Las discrepancias comienzan en el valor relativo que a ello se le confiere en cuanto a sus efectos sobre el empleo y, en segundo lugar, el diagnóstico que se establece para luego proceder a reformar la regulación del mercado de trabajo, con el fin de dotarle de mayor eficacia y eficiencia.
Sobre lo primero ya no hemos pronunciado implícitamente, las reformas del mercado de trabajo no sirven para generar empleo neto, ni en fase depresiva ni en fase ascendente del ciclo económico. En consecuencia, con reforma o sin reforma, con un descenso tan elevado del PIB como el previsto para 2012, entre el -1,5% y el -1,7%, que, incluso, puede acentuarse por las políticas de estricto ajuste impuestas desde Alemania, la destrucción de empleo y el crecimiento del paro continuarán hasta niveles que puedan llegar a los seis millones de personas paradas.
Sobre lo segundo, apuntamos algunas reflexiones. Por ejemplo, la normativa de despido en el sentido de dotar de mayor seguridad jurídica a los mecanismos existentes, clarificando la causalidad que llevarían a definir un cese como despido procedente o improcedente y reduciendo las posibles dificultades administrativas para abordar situaciones críticas en las empresas. Posiblemente con ello, al reducir la incertidumbre en los despidos procedentes, se lograría disminuir el excesivo recurso al despido “exprés” que observamos en nuestra realidad laboral. Convendría no olvidar, a efectos de dimensionar la importancia relativa de los costes de despidos, que éstos suponen menos del 1,5 por ciento de los costes laborales totales, bien es cierto que distribuido de forma muy desigual según sectores y empresas.
El enfoque habría de ser el mismo a la hora de abordar la dualidad que caracteriza a la estructura del empleo en el mercado laboral español entre temporales e indefinidos. Pero pretender solventar una realidad intrínseca a la estructura productiva con un mero cambio “nominal” no modificará la situación; el problema no está en la naturaleza del contrato sino en la del puesto de trabajo. Y tratar de arreglarlo con un contrato único con indemnizaciones crecientes en el tiempo tan sólo añadiría incentivos a una mayor rotación en el empleo, particularmente en el de baja cualificación. Aquí la opción pertinente sería. ofrecer una mayor claridad causal en el uso de contratos temporales e indefinidos, de modo que se adecuaran mejor a la realidad del tejido productivo. También un mejor tratamiento en la legislación para el contrato a tiempo parcial, promoviendo su extensión, en el actual momento de recesión, si bien no contribuiría a incrementar sustancialmente la demanda global de trabajo sí facilitaría un relativo reparto del mismo, contribuyendo a reducir los niveles de pobreza e incluso la tasa de desempleo.
Donde, a nuestro entender, conviene fijar el esfuerzo es en materia de flexibilidad interna, con la finalidad de sustituir en determinadas situaciones el ajuste de las empresas vía empleo por la modificación de algunas de las condiciones de trabajo. Y aquí lo primero a insistir es que es un terreno propio de los interlocutores sociales. Con el acuerdo firmado el pasado 25 de enero parece evidente que cualquier cambio normativo que no lo tenga en cuenta no hará sino repetir fracasos pasados. En este sentido, y no es en modo alguno lo de menos, una hipotética futura reforma no debería de revisar el marco jurídico de la negociación colectiva. Al menos, por estas dos relevantes razones. En primer lugar, por cuanto los interlocutores sociales ya han expresado su voluntad contraria a intromisiones en ese campo, que ellos entienden, con acertado criterio, que constituye el ámbito natural de la autorregulación. Y en segundo lugar, por cuanto las modificaciones legales aprobadas por el anterior Gobierno ya han potenciado la función de la negociación colectiva como instrumento de gestión flexible de la organización de trabajo en un entorno económico que, además de cambiante, es adverso. Y lo han hecho de manera equilibrada. El Gobierno debería de tomar nota de algunos recientes acuerdos sobre estructura negocial firmados en sectores de un indiscutible peso económico y social, como el metal o la construcción, y abandonar su pretensión de facilitar a las empresas un descuelgue generalizado del convenio sectorial de aplicación. Una decisión unilateral semejante no solo pondría en cuarentena algunos principios estructuradores de nuestro sistema negocial, como los de estabilidad contractual y paz social. Además de ello, arruinaría de seguro dos de las grandes funciones que siempre han acompañado a la actividad contractual colectiva en su trayectoria histórica; a saber, su capacidad para actuar simultáneamente como cauce de progreso social para los trabajadores y como medio de elusión de la competencia desleal interempresarial.
Adicionalmente, sí parece necesario introducir cambios sustanciales en la definición y la gestión de las políticas activas de empleo, primero haciendo un mayor esfuerzo económico en la dotación de las mismas (muy bajo en relación con el alto nivel de paro, el 0,05% del PIB por punto de tasa de paro) y segundo modificando sustancialmente la distribución del gasto público en este tipo de políticas, muy acusada en incentivos a la contratación y relativamente reducida en la mejora de los servicios públicos del empleo y en formación profesional, sobre todo en la destinada a los parados. Esta necesidad se justifica por: el efecto ganga o de peso muerto del gasto en incentivos económicos, ya que muchas de las contrataciones incentivadas se hubieran producido en cualquier caso, sin incentivos; la escasa penetración efectiva en la gestión de las colocaciones de los servicios públicos, en parte debido a la importancia excesiva de las labores administrativas de los mismos y a su escasísima dotación de recursos humanos y las importantes insuficiencias del sistema de formación para el empleo actual, tanto por las carencias de planificación y de calidad como de adaptación a las necesidades reales de las empresas y de los mismos trabajadores.
Finalmente, parece imprescindible mantener una política de protección por desempleo que impida que prosiga la reducción de la tasa de cobertura de las prestaciones por desempleo, como ya ha ocurrido en 2011, y que intensifique la atención a las personas paradas de larga duración que agoten la duración de esas prestaciones. Así mismo, resulta de extrema urgencia alcanzar una mayor coordinación y conexión (actualmente muy reducida) entre las políticas pasivas de desempleo y las políticas activas, en concreto, con acciones de apoyo al empleo, formación y orientación profesional y, sobre todo, con una atención a los parados de los servicios públicos de empleo, más implicados en la efectiva colocación de los mismos. Lo que exige una atención presupuestaria y organizativa más intensa a los Servicios Públicos de Empleo.
Firman este artículo Ignacio Pérez Infante, economista; Santos M. Ruesga, catedrático de Economía y Fernando Valdés Dal Ré, catedrático de derecho del Trabajo
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