Cuando España era esclavista
Uno de los pilares de la prosperidad en la América hispana fue la mano de obra sometida, práctica cuya abolición costó casi un siglo desde que se intentó, por vez primera, en las Cortes de Cádiz. José Antonio Piqueras dedica un libro a este tema, del que publicamos extractos
El 26 de marzo de 1811 el diputado novohispano José Miguel Guridi y Alcocer propuso en las Cortes la abolición de la esclavitud. La sensación que causaron sus palabras llevó a que la sesión fuera declarada secreta, privilegio que sustraía a la opinión los debates parlamentarios. La propuesta de Guridi se ocupaba de poner fin a la trata, preveía declarar la libertad de los que en adelante nacieran de mujer esclava (lo que se conoce como "vientres libres"), la supresión de castigos físicos y el pago de una pequeña retribución a los esclavos que permanecieran en cautividad, así como el reconocimiento a todos ellos del derecho de coartación por el mismo precio en que hubieran sido adquiridos. Ese plan abolicionista, de extinción gradual, llevaría entre 60 y 70 años verlo reconocido.
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Hacendistas de Cuba no escatimaron esfuerzos para entorpecer la abolición de la esclavitud por el Gobierno español
La propuesta pasó a la comisión constitucional y terminó extraviándose en los vericuetos parlamentarios. Una semana después, Agustín Argüelles, jefe de filas del sector liberal, sorprendía de nuevo a la Cámara con una proposición en la que con motivo de pedir la supresión de la tortura, incluía la prohibición de la trata de negros. La proposición estaba en sintonía con los deseos británicos, que en 1807 habían suprimido el comercio de africanos con destino a sus colonias y el practicado por ingleses.
El diputado García Herreros aprovechó para reclamar la declaratoria de vientres libres, la retribución del esclavo, la facilidad de coartación y la asimilación del esclavo al criado, en una línea similar a la expresada por Guridi. Enfrente se situaron los sectores absolutistas, diputados americanos intermedios y también algún liberal que hizo saber que la medida encerraba una abolición aplazada y sin indemnización. Las Cortes crearon una comisión para que se ocupara del asunto pero cuando se dispuso suprimir la tortura, ya nada se dijo de la trata, fatídicamente omitida de los trabajos del Parlamento.
(...) En un gesto miserable de conmiseración, las Cortes admitieron que los negros y mulatos libres tendrían por méritos singulares la posibilidad de que las Cortes, a petición individual, les premiaran con el derecho de ciudadanía. Únicamente dos de los quince integrantes de la comisión constitucional -diputados por Chile y Querétaro- objetaron la exclusión mientras los dos diputados por La Habana y Lima fueron sus más firmes defensores. Agustín Argüelles, padre del liberalismo gaditano y figura esencial en la redacción de la Constitución, se inclinó por admitirla y arrastró consigo a los dubitativos.
Contra esa claudicación vergonzosa reaccionó el sevillano José María Blanco White desde su refugio en Londres. (...) Advertía la doble moral de quienes protestaban porque se atormentase a un criminal en el potro "mientras miran como un problema dificultosísimo, el decidir si tenemos derecho o no derecho a atormentar a un número ilimitado de inocentes. Este es un problema en la moral de los Traficantes de Negros". A esa moral distorsionada atribuye Blanco los argumentos políticos que trasladaban la responsabilidad de la introducción de los negros a la Corona, cuando quienes así opinaban eran sus beneficiarios y los que habían arrancado al rey la concesión del comercio libre de esclavos en 1789. A esa moral imputa que se quejaran del escaso número de brazos cuando según confesión de Arango llevaban introducidos desde aquella fecha a 1810 la cifra de 110.136 africanos; y si no se propagaban por causas naturales, la razón solo podía buscarse en la conducta de los amos, que precisaban seguir llevándolos porque se les morían en los campos y porque el coste del negro criollo hasta que tuviera edad de trabajar, según confesión de la Representación, era mayor que si se traían de África, razón por la que apenas se importaban mujeres.
(...) En 1865 la presión, esta vez de los Estados Unidos, en el contexto de la guerra civil y de las medidas abolicionistas adoptadas por Washington, hizo temer un incidente de consecuencias incalculables. El embajador español en el país americano recomendó en mayo de ese año la abolición inmediata de la esclavitud. El Gobierno español se inclinó por ganar tiempo. Por vez primera, en abril, se había permitido que se constituyera en Madrid una Sociedad Abolicionista Española, a la vez que prohibía su instalación en las provincias de Ultramar, donde residían los esclavos. (...) En octubre de 1865 el ministro de Ultramar Antonio Cánovas del Castillo promulgaba un decreto sobre la extinción de la trata, sin otras consecuencias que anunciar el final de la consignación de los negros emancipados. En noviembre, a instancias del presidente O'Donnell, convocaba una Junta Informativa de Ultramar, tal y como venían solicitando los reformistas cubanos. El desinterés por reunirla retrasó los trabajos un año y acabaría inaugurándose por el siguiente gobierno que presidía el moderado Narváez. Precisamente la cuestión de la esclavitud se había convertido en un tema de Estado y las actitudes tradicionales de complicidad y protección se convirtieron en un riesgo inasumible. O'Donnell, muy vinculado a la sociedad esclavista desde sus tiempos de capitán general de Cuba, dio pasos tímidos. Narváez, conservador de todas las situaciones, consideró que no podía demorar la ley de represión y castigo del tráfico negrero, otra más, que había zozobrado en la anterior legislatura en el Senado, de forma que la promulgó en julio de 1866 utilizando el procedimiento del decreto ley. En 1867 sería convalidada por las Cortes y se convirtió en ley. Se ordenaba levantar un censo y dejar en libertad a los esclavos que no figurasen en él, con lo que la trata recibía una herida certera.
(...) El 10 de octubre de 1868 se había desencadenado en el Oriente de Cuba un movimiento armado que reclamaba la independencia del país. El programa de los sublevados no hacía mención al tema de la esclavitud y también en las filas insurrectas el asunto creó tensiones hasta que en julio de 1869 la Asamblea Constituyente de Guáimaro, conocedora de los planes del gobierno español -"Se cree que la abolición incondicional de la esclavitud es inminente, convendría quizá que los patriotas se anticiparan", les escribe su corresponsal en los Estados Unidos-, decreta la abolición completa y sin indemnizaciones.
El levantamiento nacionalista desató en La Habana, y en general en la región occidental de la isla, donde se concentraban los ingenios azucareros y la gran mayoría de los esclavos, una reacción radical en dos sentidos, integrista española y contraria a cualquier reforma, fuera del orden social o del político. Esa reacción contó con el respaldo y la dirección de los principales hacendados -españoles y criollos- y del comercio, en manos españolas. Los integristas pusieron en armas en pocas semanas una milicia a sus órdenes, el Cuerpo de Voluntarios. En junio de 1869 los Voluntarios se sublevan y destituyen al capitán general Dulce, acusado de tibio. El gobierno español acepta la situación y lo reemplaza por Caballero de Rodas, quien de inmediato se identifica con los ultras insulares.
Los principales hacendados comenzaron a celebrar reuniones a fin de coordinarse y de condicionar la política de las autoridades insulares y de la metrópoli. Al mismo tiempo, abrieron el Casino Español, centro de agitación. En carta del presidente de este a Juan Prim de 15 de noviembre de 1869, levanta su programa: "Cuba será española -dice Segundo Rigal-, ó la abandonaremos convertida en cenizas africanas".
(...) La llegada al ministerio de Ultramar de Segismundo Moret, un liberal que pertenecía a la Sociedad Abolicionista, daría lugar a una situación compleja, llena de equívocos. Moret recuperó la mayoría de las propuestas formuladas por los reformistas cubanos en la Junta de 1867 y elaboró una ley preparatoria de la abolición de la esclavitud en Cuba y Puerto Rico, que sería aprobada el 23 de junio de 1870. Moret creía contar, si no con el apoyo, sí con cierto consenso, tal vez forzado por las circunstancias, de los principales hacendados de Cuba. En realidad, la oposición era casi completa pero en lugar de oponerse de forma frontal, aquellos aceptaban algunos puntos, lograban moderar las consecuencias de otros y redoblaban sus esfuerzos en la metrópoli para que sus amigos en las Cortes desplegaran todas las argucias obstruccionistas para retrasar y condicionar el resultado. Después de aprobada la ley, los hacendados consiguieron que el reglamento que la desarrollaba se retrasara y dificultaron su aplicación. Cuando Prim inició la que debía ser una negociación secreta con delegados de los insurrectos con la pretensión de poner fin a las hostilidades y dar paso a una segunda fase de la abolición, que podía ser garantizada con un empréstito de los Estados Unidos, los esclavistas organizaron una campaña pública en la que acusaban al mandatario de querer vender la provincia española. Después, los indicios son poderosos y la conjetura fiable, organizaron el asesinato de Prim, ejecutada por mano de sus socios políticos peninsulares.
"La esclavitud en las Españas", de José Antonio Piqueras. Ediciones La Catarata. Precio: 19 euros. Se publica el 20 de enero.
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