La contracultura como marca
Thomas Frank analiza la influencia de las empresas en los cambios estéticos
Todo cambió en 1959, cuando el publicista Bill Bernbach recibió en su agencia, la mítica DDB, el encargo de una campaña para Volkswagen en EE UU. La compañía alemana era percibida, además de como un residuo de la Alemania nazi, como la empresa que fabricaba coches pequeños, de formas peculiares, mecánica convencional y, sobre todo, que se repetían año tras año, en contra de la lógica de Detroit de forzar en el público la necesidad de adquirir un modelo cada 12 meses.
Bernbach hizo una campaña en la que, en vez de camuflar o combatir esta mezcla de defectos y estereotipos, los resaltaba. El éxito de la campaña no solo propulsó las ventas del fabricante alemán en EE UU, sino que contribuyó a que la publicidad, hasta entonces concebida como una ciencia -se habían incluso desarrollado fórmulas matemáticas alrededor de la efectividad de un anuncio-, se convirtiera en aquella arma de seducción masiva que el capitalismo necesitaba. Los jóvenes ya no tendrían que colmar sus pulsiones revolucionarias en lo bolchevique, las podrían satisfacer con cualquier producto que el sistema les ofreciera.
"En los sesenta se libró una gran batalla que benefició a las corporaciones"
Más de 50 años después, los preceptos que sentó Bernbach en su campaña siguen vigentes, levemente corregidos y exponencialmente aumentados. Thomas Frank, periodista y escritor estadounidense, quien en 1997 escribió La conquista de lo cool (Alpha Decay) no se sorprende por este hecho. Lo que le maravilla es que su libro se acabe de editar en España.
"No es que crea que es tarde, es que uno jamás piensa que este tipo de hechos pueden ser relevantes más allá de su país. Supongo que me equivoco. Los sesenta siguen siendo un lugar por muchos idealizado, lleno de buena música y prosperidad económica. Pero los sesenta, al menos en EE UU, fueron el momento en que tanto demócratas como republicanos giraron a la derecha, empezando a destruir el país que Roosevelt había levantado en los años treinta. Se libró una gran batalla cultural y los grandes beneficiados fueron las corporaciones". Frank incide durante buena parte del libro en otorgar un papel protagonista a la empresa en el desarrollo de las subculturas juveniles y en recordarnos que, en demasiadas ocasiones, cuando se piensa en los agentes que hicieron que el mundo cambiara durante los sesenta, se obvia a la empresa. "Hoy es lo más normal del mundo ver a los más guays del planeta en una agencia de publicidad, pero el cambio que sufrió la industria durante esos años fue brutal. La capacidad de adaptación del capitalismo a los retos propuestos por la sociedad se ejemplifica en la evolución que ha tenido el mundo de la publicidad desde el inicio de esos años".
Para Frank la última esperanza se perdió en los noventa. "Con todo el asunto del grunge, la MTV y demás, pensé que aquello era una broma, que ninguna marca sería capaz de vender todo eso. Me equivoqué. Ahí empecé a interesarme por lo que se narra en este libro. Aquello que estaba sucediendo era una réplica exacta de lo ocurrido en los sesenta, solo que incluso peor. Mi conclusión es que la juventud ha ido perdiendo interés en la organización del trabajo y en los valores asociativos de la izquierda. El interés revolucionario ya no se encuentra ahí, y la última oportunidad de recuperarla se fue con los noventa. Ahora las marcas han asumido por completo los valores contestatarios", apunta. Tras La conquista de lo cool, Thomas Frank editó One market under one god (Un mercado bajo un dios), al respecto de la revolución embotellada de los años noventa y la forma en que la publicidad se apropió del underground.
Sobre la coyuntura actual, marcada por el desarrollo del supuesto consumidor inteligente, la marca amiga y la fiebre por la personalización del producto y el mensaje, Frank tiene, obviamente, sus dudas: "Creo que el consumidor moderno, incluso el hipster, es alguien más culto que el de hace 50 años. El problema es que para gustarse se ha vuelto exigente hasta rozar el ridículo. El mejor ejemplo es la comida. Cierto segmento de la población cree que, para comprar bien, hay que saber el árbol genealógico del pollo que se adquiere. Llevo toda la vida comprando el pollo en el súper y no por eso me considero un idiota". Según Frank, al sistema se lo combate exigiendo los derechos laborales de quienes trabajan en la granja donde se cría el pollo, no exigiendo un pollo criado con música de Chopin y masajes en la papada.
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