Intruso en el templo de la ópera
Un atisbo al exclusivo Festival de Bayreuth que Wagner creó para sí mismo
Tirarse en paracaídas, cenar en el Bulli, correr los encierros de Pamplona... De las 100 cosas que hay que hacer antes de morir (lo del hijo, el árbol y el libro se quedó corto), quizá la más difícil sea asistir a una ópera en el templo de Wagner. Unos esperan 10 años para conseguir la entrada, otros pagan miles de euros. No pregunten cómo, pero en agosto entré en Wagneralandia. Y sobreviví para contarlo.
El Festspielhaus de Bayreuth es un edificio de ladrillo que crece solitario en una colina verde. Wagner, que ideó el festival, supervisó la construcción de este monumento al egocentrismo. A él se acercan autobuses cargados de sedas y esmóquines. La función es a las cuatro, pero se llega a las tres. Y, antes, en los hoteles, programan cineforos explicativos. Bienvenidos a Alemania. En cuanto al público, rápidas estadísticas: edad, la tercera se les ha olvidado; estado, decrépito y/o estrafalario; sexo: los habituales, con cierta mayoría del indefinido. Curiosidad: el lujo de tules y joyas se rompe con una boñiga de lana que llevan arrugada en la mano. Se trata de un cojín, ergo... esto va para largo y la butaca es dura. Mientras me encajo en ella pienso que no saldré de esta ratonera en seis horas. Se oirá de maravilla, pero la sala es claustrofóbica. No hay un asiento vacío. Protegiendo las 14 puertas de salida, 14 señoritas, rubias, firmes, uniformadas de color rata, como el de las paredes. A la orden de alguien, las 14 fräulein, sacar llave, cerrar puerta, poner llave en bolsillo. Firmes, silencio, acción.
La función de hoy: Parsifal, creada durante 25 años (1857-72). La orquesta arranca con un sonido puro que emerge de los infiernos. Parsifal va de aquí para allá con el santo grial y la voz maravillosa de Simon O'Neill. No se oye una mosca. Harán falta 45 minutos para que suene un estornudo. En el templo de Wagner ni se carraspea; uno muere en silencio con la pajarita puesta mientras el grial pasa del blanco al rojo, no sé por qué. Tachaaán. Descanso.
En la calle, un japonés muestra un cartelito pidiendo la entrada de alguien que se raje. Oficialmente, la reventa está prohibida; pero que se lo cuenten a Silvia y a Juan Luis, una pareja guatemalteca que ha pagado 3.000 euros por dos boletos y, ahora, 4,20 por un pastelito del tamaño de una uña. Me inclino por engañar al estómago con un pretzel (2,50 euros), lejos de la cola de las salchichas (4,20). En un descanso de 60 minutos sobra tiempo para pasear por la plaza. Hay gente que conoce el puntual horario de los descansos y viene a observar el espectáculo. Lo de dentro se consigue con un DVD, lo de fuera, no. Quimono, esmoquin, tiroleses, Sissis emperatrices, tacones abismales, más brillantes que escotes y algún epatante profesional. Premio para el traje de caballero sin mangas ni pantorrillas, zapatos Oxford sin calcetines y moñete en la cabeza. De las seis horas, cuatro se pasan en la butaca, y dos, en esta plaza, que se transforma durante el festival en una mezcla de La montaña mágica y Alguien voló sobre el nido del cuco. Un museo antropológico quizá retrato de la decadencia de Europa. Ocho trompetas y trombones salen al balcón. Nada de timbres. Sus fanfarrias advierten de que es hora de volver.
Daniele Getti lanza a su orquesta al delirio en un Parsifal escenificado como si fuera la historia de Alemania desde la muerte de Wagner. El coreano Kwangchul Youn arrasa como Gurnemanz entre una música que crece y crece mientras la escena se llena de camas de hospital con víctimas de la I Guerra Mundial. Las heridas se pudren, de un lecho central van regurgitando bebés, y enfermeras y heridos se lo montan salvajemente, por delante y por detrás. Para gore, la biblia o la ópera. Los que nacen pronto desfilan con chupas negras y metralletas, y el cielo se rasga con la esvástica y tachaaán. Él público estalla en una ovación, excepto la pareja a mi derecha, con trajes de bávaro, que no mueve un músculo.
Ha caído la noche. El comedor escarlata acoge a los que prefieren cenar con maître. La grandeza del espectáculo ha animado al personal, que parece menos envarado. El segundo descanso da para acercarse a las chicas de las puertas. De cerca no intimidan. Llevan una plaquita con su nombre: Eva, Suzanne, Mirgena, Anne Valley, Erbert, Reichert... "Sí, solo chicas. Es obligatorio", cuenta una veterana. "Somos 25. Nos movemos con una especie de ritual". Kate reconoce que no son extraños los incidentes dentro de la sala. "Hay un médico dentro, un quirófano en el edificio, y fuera, una ambulancia". Antes de averiguar si ha habido muertos de ópera, llega una mandamás que nos cuadra. "Para qué quiere saber esto. Tiene que estar registrado. Prohibido poner nombres". Nos salvan las fanfarrias.
La trama salta de los nazis al Parlamento de Merkel. El calor se acumula en la sala; en los días de bochorno se riega el techo para que los de dentro no se asfixien. Un señor se pone en pie. Quiere salir. Para que pase se tienen que levantar 30 espectadores, pero el señor llega silencioso y vivo a la puerta antes de que el coro masculino de Bayreuth, disfrazado de parlamentarios ofendidos, culmine tan extraordinaria actuación. Dinero bien empleado, palabra de fan de Mecano.
A la salida hay un señor elegante con una pancarta: "Familia Wagner, basura". En su chistera, una pegatina con el rey dólar: "Esto no es cultura, es negocio". Más fino lo escribió Vargas Llosa: "El festival tiene más de peregrinación y ceremonia religiosa que de fiesta operática". Qué amable es el Nobel.
Guía
Cómo ir
» Lufthansa (www.lufthansa.com) vuela a Núremberg por 160 euros. Bayreuth está a una hora en tren.
Información
» El Festival de Bayreuth (www.bayreuther-festspiele.de) se celebrará del 25 de julio al 28 de agosto de 2012. Hay varias maneras de conseguir (o no) las entradas, a la venta el 18 de octubre.
» Vía oficial lenta (unos 10 años). Hay que solicitar por escrito una entrada. La petición se debe renovar cada año con una carta enviada por correo, aunque este año por fin se puede enviar por Internet. Antes se conseguía en cinco años, ahora, en no menos de diez. El precio rondará los 200 euros.
» Vía oficial rápida (dos años). Hacerse amigo del festival. Cuesta más de 400 euros el primer año, y luego, 200 cada uno más; la entrada se consigue al segundo año, al tercero, no, y al cuarto, sí.
» Vía clubes operísticos (al momento). Hay agencias que aseguran una entrada, pero a precios estratosféricos: unos 1.500 euros.
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