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CAFÉ PEREC
Columna
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Esperar trescientos años

Enrique Vila-Matas

En el avión de regreso de Dublín, sustituyo las noticias de la prensa por las ideas de Flaubert (Razones y osadías, selección y prólogo de Jordi Llovet) y confirmo la capacidad de percepción de lo que estaba por venir que gobernó al autor de Bouvard et Pecuchet: "Lo que más me asombra es la feroz estupidez de los hombres. Estoy harto de tantos horrores y convencido de que estamos entrando en una época repugnante en la que no habrá lugar para la gente como nosotros. La gente será utilitarista y militar, ahorradora, mezquina, pusilánime, abyecta".

Esto lo escribió hace siglo y medio y creo que se quedó corto y que se llevaría un sobresalto si viera cómo es la gente ahora. En nuestras masas, por ejemplo, hay un lógico nivel de dudosa claridad intelectual, porque las masas, por definición, son número, son aglomeración. Pero si el vulgo no tiene claridad, menos aún parecen tenerla las clases dirigentes. Cuando se habla de la ignorancia de las masas, se habla en términos injustos e incompletos, porque a quien sería más urgente educar es a los poderosos. "Conclusión: hay que ilustrar a las clases ilustradas. Empezad por la cabeza, que es la parte más enferma; el resto seguirá", escribió Flaubert.

Hablar de la ignorancia de las masas es ser injusto. Lo urgente es educar a los poderosos

A los poderosos, al tiempo que se les educa, habría que recordarles que leer nos abre a un mundo ancho, es atreverse incluso con el sosegado Spencer, que proponía la abolición del Estado. Hasta no hace mucho, en los días en los que me dedicaba a buscar soluciones para el mundo, me lamentaba de que nuestros dirigentes estuvieran tan pérfidamente interesados en mantener a sus súbditos en un estado de absoluta ignorancia. Pero con el tiempo he comprendido que muchos de esos dirigentes carecen de las más elementales lecturas y sabiduría y ni siquiera son estrategas de la ignorancia de las masas y hoy en día solo son fracasados hombres de negocios, dominados por los famosos mercados; son los mismos que dejan que el mundo se hunda como una barca podrida y que la salvación del espíritu acabe pareciendo quimérica incluso a los más fuertes.

Encapsulado en mi espacio mínimo del avión, caigo en la cuenta de que lo peor del presente es el futuro. Ahí abajo me espera el mundo con su feroz estupidez y horrores y voy preguntándome qué sucederá el día en que, tal como resulta cada día más previsible, el mundo se convierta en algo frío y descarnado. ¿Y quién no percibe que ya se está volviendo así el mundo? Qué ocurrirá, creo recordar que se preguntaba Flaubert, el día en que la convivencia que alguna vez conocimos -que todos alguna vez hemos conocido- ya no exista. Y eso lo preguntaba cuando las cosas aún no tenían la extrema ferocidad actual. Pero ya entonces él deseaba apartarse. No creía en la felicidad, pero sí en la tranquilidad. Por eso, al final de su vida seguía la regla indeleble de apartarse de todo lo que le resultara enojoso.

Seguramente -me digo cuando busco soluciones- la tranquilidad es de los pocos derechos que aún podemos ejercer con calma, porque nos basta con no perder los nervios y cerrar los ojos y quedarnos con nosotros mismos y pensar, por ejemplo, en el tranquilo anarquismo de Spencer. Pero, bueno, quizás haríamos bien en no estar buscando tantas soluciones al mundo ni preocuparnos tanto y tanto por la verdad y sí, en cambio, buscar aquella verdad con la que, aun no siendo perfecta, al menos podamos vivir. Y es que quizás sea cierto que, como decía la vagabunda de la leyenda, todavía hay una gran diferencia entre tratar de sorber todo el océano o beber de los arroyos.

Le preguntaron un día a Borges si pensaba seriamente que el Estado que proponía Spencer era factible.

-Por supuesto. Pero eso sí, es cuestión de esperar doscientos o trescientos años.

-¿Y mientras tanto?

-Mientras tanto, jodernos.

Es duro, pero esta es una de esas verdades con la que precisamente podemos vivir.

www.enriquevilamatas.com

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