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Columna
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Aviso a navegantes

Lo confieso. Navegar por la Red es una de las cosas que más me reconcilia con el mundo. No sé hasta que punto soy una pirata de armas tomar o simplemente alguien de mi época. Pero tengo el corazón dividido con el jodido asunto de los derechos de autor. Como lectora me encanta viajar con doscientas obras maestras en un e-book que apenas pesa 300 gramos; como escritora estoy un poco mosqueada por si me espera la ruina. Los periódicos y las editoriales no se cansan de repetir que Internet no da dinero. Por lo que yo sé Internet ha proporcionado millones de dólares a quién ha sabido espabilarse. Miren si no la inmensa fortuna que ha hecho Facebook o Google, una empresa cuyos principales servicios, el buscador y el correo electrónico, son totalmente gratuitos.

Sea como sea, lo que está claro es que la vocación del universo digital es la gratuidad o el low cost y eso provoca la ira de las empresas tradicionales acostumbradas a ganar una pasta. Pero los tiempos cambian igual que los hábitos de los consumidores y mucho me temo que quien no sea capaz de entender esos cambios lleva todas las de perder. Nadie con menos de cuarenta tacos se gasta hoy 22 euros en un CD. La Red ha cambiado el hábito de consumir música. Ahora la gente la escucha en un MP4 o un iPad con los cascos pegados al oído mientras camina por la calle con aire ensimismado como ocurría antes en las películas neoyorkinas y ahora sucede a pie de cualquier barrio. Eso significa que los CD desaparecerán del mapa, como ha sucedido antes con los dinosaurios, las cintas de casete o los discos de vinilo. Pero no pasa nada. No es el soporte lo que hay que salvar, si no las condiciones para que los artistas puedan seguir componiendo su música. Para lograrlo sólo hay un camino, que las discográficas se adapten a las infinitas posibilidades de la Red. Algo que la Sociedad General de Autores no acaba de entender.

La Institución de Teddy Bautista se cubrió de gloria cuando se emperró en cobrar el canon a chiringuitos de playa, bares de carretera y peluquerías de señora por tener la radio encendida o poner una canción de los 40 Principales. También se acuerdan de la SGAE y de sus muertos más frescos los chavales de un Instituto público de A Coruña a los que les prohibieron la representación de una obra de Lorca el mismo día del estreno, por no haber pagado los derechos de autor, después de haber estado ensayando todo el curso. Una función escolar, ya ven.

Supongo que en el futuro pagaremos muy poco por los libros, la música o los periódicos. Y eso no será el final del capitalismo, probablemente la publicidad se encargará del resto según las leyes del mercado. Eso sí, algunos intermediarios desaparecerán irremediablemente, como desaparecieron los serenos con los porteros automáticos. No digo que sea bueno ni malo, pero así es la vida.

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