23-F: si el Rey hubiera querido...
La tarde del 23 de febrero de 1981 llegué al cuartel de Sant Boi, a diez kilómetros de Barcelona, cuando los carros y blindados estaban repostando y municionándose por si tenían que "salir". Durante años, "salir" fue un eufemismo que significaba sacar las tropas del cuartel con intención política. En aquel momento parecía a punto de suceder.
Muchos militares estaban convencidos de que más pronto o más tarde tendrían que "salir" para evitar "el avance de los rojos", "la marcha de la revolución", "la división de España" o cualquier otro de los lugares comunes repetidos, día tras día, y que, a fuerza de oírlos, habían adquirido categoría de indiscutibles.
La vieja derecha repetía asiduamente estas ideas, en especial Fuerza Nueva, que era lo contrario de lo que indica su nombre, como sucede tantas veces en la política. Se trataba de un partido falangista que se presentaba entre banderas enarboladas por unos cuantos muchachos de buena familia, acompañados por Carmina Ordóñez y otras guapas, con palmito y boina roja, exhibidos entre los broncos cánticos de la Guerra Civil, los alaridos patrióticos, las pancartas insultantes y las pintadas de "Ejército al poder", porque Blas Piñar, su líder, había dicho: "El Ejército español es un ejército político, porque surgió de una contienda política, y estamos en un estado de guerra civil universal. Queramos o no, la guerra no ha terminado".
Las torres del honor
de Gabriel Cardona.
Editorial Destino.
Precio: 20 euros.
Se publica el 18 de enero.
"Llegué al cuartel cuando los carros y blindados repostaban y municionaban por si tenían que 'salir"
A las 4 de la mañana el Rey llamó de nuevo a Valencia. Milans ya no era un jovencito y estaba agotado
Que el Ejército pasara la noche del 23-F en los cuarteles fue la mejor prueba de que el Rey no apoyaba la intentona
El coronel Valdés entró como una tromba. "He llamado a Milans del Bosch y he puesto el regimiento a sus órdenes"
(...) La Base de Automovilismo era una unidad técnica, con obreros civiles y soldados, cuyos mandos procedíamos de diversas "armas combatientes" o bien de cuerpos especialistas. El teniente coronel jefe había causado baja por ascenso y mandaba accidentalmente un comandante apellidado Guerra, limitado y ferviente meapilas, con quien me llevaba bien, quizá porque yo también estaba a punto de ascender a comandante. El ambiente entre la oficialidad poco tenía que ver con las unidades normales, pues aquí los franquistas eran escasos y mayoría los demócratas; una extraña excepción en el conjunto del Ejército.
Cuando llegué a la sala de oficiales, mi jefe tomaba una cerveza. Le vi meditabundo, aunque tranquilo, y pregunté qué pasaba.
-Nada, que la Guardia Civil ha ocupado las Cortes y ahora se va a nombrar un Gobierno provisional.
No respondí a su tranquila convicción, que me dejó helado.
El barullo había comenzado a media tarde, con la llegada de siete autobuses de la Guardia Civil a la Carrera de San Jerónimo, mientras en las Cortes se votaba la investidura de Leopoldo Calvo Sotelo, presentado por el Rey como candidato a presidente. Poco después, Jaime Milans del Bosch, capitán general de Valencia, declaró el estado de guerra y sacó las tropas a la calle. Nada se sabía de las restantes guarniciones y, como todos los militares de Sant Boi conocíamos la forma de pensar de los demás, nadie abría la boca si sus interlocutores no eran de toda confianza. Pese a la avidez de noticias, las comunicaciones no podían ser más cautelosas.
Fui encontrándome con los oficiales demócratas, escuchamos la radio e intercambiamos informaciones para hacernos cargo de la situación. Decidimos vigilar los movimientos de la unidad acorazada, cuya "salida" quizá habría que impedir.
(...) En el compás de espera, el teniente coronel Villanueva, jefe de la agrupación blindada, entró en el bar anexo a la sala de oficiales de la Base de Automovilismo. Tuve la impresión de que pretendía trabar conversación y se lo facilité con la mirada.
-¿Qué tal, Cardona?
-Nada, mi teniente coronel, esperando que acabe este lío.
-Y tú, ¿qué crees?
-Pienso en el 18 de julio de 1936. Se produjo una situación que muchos oficiales veían clara y otros no tanto. Sin embargo, todos tuvieron que decidir poniéndose a un lado u otro.
No dijo nada y aproveché la oportunidad para continuar.
-Era una decisión complicada y peligrosa, porque a quienes salieron con el bando equivocado les fusilaron por traidores.
Me miró interesado, sin abrir la boca.
-Siempre hay que saber con quién se sale -continué-. Está claro que un militar puede perder la vida por su profesión, eso lo aprendemos en la academia; pero no quisiera que el día de mañana mi mujer y mis hijos se avergonzaran porque salí en el bando equivocado y me fusilaron por traidor. O por ingenuo.
Él pareció quedar pensativo. Poco después entró en el bar como una tromba el coronel José María Valdés Cavanna, su jefe en el Regimiento de Caballería Numancia, y lo llamó aparte. Salieron del bar, pero Villanueva dejó entornada la puerta y pude escuchar el vozarrón de Valdés.
-He llamado al teniente general Milans del Bosch y he puesto el regimiento a sus órdenes.
Estuvimos calculando de qué modo podríamos evitar que los tanques y blindados del Regimiento Numancia, acuartelados en Sant Boi, se unieran al golpe. Éramos conscientes de que una de las claves del éxito o fracaso del pronunciamiento en Cataluña era la actitud de aquella fuerza acorazada.
El coronel Valdés Cavanna, jefe del Regimiento Numancia, era un franquista bastante loco, pero, en cambio, el teniente coronel Villanueva era un militar normal, que se había mostrado nervioso en las primeras horas del pronunciamiento y acababa de cruzar conmigo unas cuantas frases, a partir de las cuales nadie podía asegurar de qué lado estaba. Cuando ambos hicieron su aparte, pude escuchar como Villanueva daba a su jefe una respuesta muy correcta y profesional.
-Nuestro jefe no es Milans del Bosch, sino el capitán general de Cataluña (Pascual Galmés), a quien debemos obediencia. Además, he hablado con algunos oficiales y la situación no está nada clara.
No pude ver la cara del coronel, pero me la imaginé. Se marchó refunfuñando a otro local donde estaban los oficiales de su regimiento, que tampoco aceptaron la idea de desobedecer al propio capitán general. Ignoro lo que hizo tras su segundo fracaso, pero no volvimos a verlo en toda la noche.
Poco después del golpe, el ministro de Defensa, Alberto Oliart, ascendió a general a Valdés Cavanna.
(...) El capitán general de Zaragoza, Antonio Elícegui Prieto, amigo de Milans del Bosch, estaba decidido a sumarse al golpe y recibía además las presiones del teniente coronel Juan Vicente Grande Sáenz de Cenzano, jefe de su segunda sección de Estado Mayor. En la Academia General, el coronel jefe de estudios, Hipólito Fernández-Palacios Núñez, comenzó a telefonear a simpatizantes con los golpistas y a Capitanía General comentando que, según como evolucionara la situación, debería tomar el mando y deponer al general director, el demócrata Luis Pinilla Soliveras. Pasadas las diez de la noche, Elícegui telefoneó a Pinilla preguntándole qué opinaba de lo ocurrido en el Congreso y si contaba con la Academia General. La respuesta fue: "Con la Academia sí, pero no con su general". Elícegui entendió que Pinilla era capaz de movilizar la Academia contra él, e inició una ronda de estériles conferencias telefónicas; durante la que habló varias veces con Quintana Lacaci (capitán general de Madrid) para preguntarle qué haría, "porque algo habría que hacer".
(...) En Sant Boi habíamos pasado horas sobre ascuas y, al anunciarse la lectura del mensaje real, estábamos ante el televisor con una tensión enorme y, desde luego, armados. Esperábamos que el Rey condenara el golpe, pero no estábamos seguros. A las 0.50 apareció en pantalla, con uniforme de capitán general del Ejército de Tierra y gesto muy serio. Condenó el golpe, pidió disciplina y reiteró su apoyo a la Constitución. La redacción acusaba el estilo conservador de Fernández Campo y el tono resultaba excesivamente soso. El mensaje terminó a la 1.14 del 24 de febrero de 1981. Tras tantas horas de angustia, los españoles merecíamos más ilusión, pero todo se había resuelto desde el poder, en un enredo palaciego donde los de a pie no contábamos.
Cuando el Rey terminó de hablar, permanecimos en completo silencio. Finalmente, el comandante Guerra se levantó y dijo:
-Pues no ha dicho nada.
-Pues yo creo, mi comandante, que lo ha dicho todo -replicó vivaz el teniente Rodero, que nunca tuvo pelos en la lengua.
-¿Sabéis que os digo? Esto se ha terminado; en consecuencia, todos a la cama, que ya es hora -corté yo, y todos nos decimos a marchar.
Sin embargo, no lo hicimos. Estábamos seguros del fracaso de Tejero, pero vacilamos al ver en televisión la llegada al Congreso de la pequeña columna con cascos y correajes blancos de la Policía Militar que dirigía Pardo Zancada. En un primer momento creímos que pretendían detener a los sublevados, pero pronto vimos que los soldados tenían una actitud extraña. A través de las ventanas iluminadas del edificio nuevo, les vimos moverse con tranquilidad y comprendimos que se habían unido a los rebeldes. A la misma conclusión llegaron los telespectadores de toda España y los propios diputados cuando algunos soldados entraron a curiosear en el hemiciclo. Creyeron que el Ejército se había unido al golpe y se descorazonaron.
(...) El Rey llamó de nuevo a Valencia a las cuatro y ordenó al capitán general (Milans del Bosch) que retirara el bando del estado de guerra. Los generales Urrutia, Caruana y el teniente coronel Pacheco, de su Estado Mayor, opinaron que debía hacerlo. Y cuando, a las 4.35, telefoneó a Armada, este le dijo que también pensaba que era lo mejor. Hacía ya varias horas que una voz anónima había dicho por la red de radio de las tropas desplegadas en la III Región Militar:
-¡Señores! Estamos haciendo el ridículo. Vámonos a casa.
Jaime Milans del Bosch ya no era un jovencito y estaba agotado por tantas horas de tensión. Pidió al teniente coronel Pacheco que redactara un escrito para la retirada de las tropas. Con aspecto abatido, llamó personalmente a La Zarzuela.
-Señor, he redactado un texto, siguiendo vuestras órdenes, para dejar sin efecto el manifiesto.
El Rey estuvo seco y cortante.
-Léeselo a Sabino.
Lo recitó lentamente y Fernández Campo se lo fue repitiendo al Monarca hasta que este se cansó:
-¡Dile que lo mande por télex!
A las 5.15, el terminal de La Zarzuela tecleó: "Recibidas instrucciones dictadas por Su Majestad el Rey y garantizado el orden y la seguridad ciudadana en el ámbito de esta región...". Milans del Bosch se rendía. Armada todavía parecía leal y seguía enredando. Tejero quedaba abandonado, en compañía de Pardo Zancada y del marino Camilo Menéndez Vives, rebelde por su cuenta. Habían planeado el golpe contando con que les seguiría el Ejército, que pensaban franquista. Y en eso no se equivocaron, pero precisamente por eso se quedaron solos. Los militares del franquismo estaban acostumbrados a obedecer órdenes ciegamente. Simpatizaban con el golpe, pero pasaron toda la noche esperando una orden que nunca llegó. Finalmente, recibieron el mensaje del Rey y obedecieron. El espíritu franquista había dado el golpe. El mismo espíritu franquista lo hacía fracasar.
(...) Me había quedado dormido y alguien me despertó. Era el teniente Venancio.
-¡Mi capitán, mi capitán! Los tanques de Valencia se retiran.
Me crucé con Pedro Velloso Romero, un comandante de caballería destinado en el mismo acuartelamiento, pero en distinta unidad. Era un militar muy marcado por la Guerra Civil, en la que dos tíos suyos, los tenientes coroneles Romero Bassart, tuvieron importantes papeles enfrentados: uno de ellos pertenecía a la Guardia Civil y fue el verdadero defensor del Alcázar de Toledo, pese a que la fama se la llevara el coronel José Moscardó; y el otro, aviador republicano, desempeñó diversos cargos, entre ellos, comandante militar de Málaga. Pedro seguía la línea de su tío derechista, pero tenía un estupendo carácter, siempre fuimos amigos y nos respetamos las ideas.
En cuanto me vio, le faltó tiempo.
-Que conste que el Rey lo sabía.
-Hombre, Perico, que somos amigos y sabemos lo que pensamos. ¡No me enrolles ahora con estas cosas! Si el Rey hubiera estado detrás, todos los capitanes generales lo habrían seguido y la cuestión se hubiera resuelto en un par de horas.
Sabía que era cierto y se calló, pero el argumento fue repetido insistentemente por los simpatizantes del golpe para exculpar a los suyos. Poco a poco, republicanos de diversas tendencias cogieron la onda y acusaron al Rey de promover el golpe para asegurar la monarquía. Treinta años después, la opinión de los españoles continúa polarizada. Para unos, el Rey hizo fracasar el golpe, y para otros, lo promovió. La verdad es mucho más compleja: si hubiera apoyado el pronunciamiento, se habría decidido en su primera ronda de llamadas a los capitanes generales, y el Ejército en bloque se habría pronunciado, como en 1923 con Alfonso XIII y Miguel Primo de Rivera. Que, a pesar de su ideología, el Ejército pasara la noche del 23-F en sus cuarteles fue la mejor prueba de que el Rey no apoyaba el golpe. -El historiador y profesor Gabriel Cardona, fallecido recientemente, ha dejado una obra
póstuma sobre las Fuerzas Armadas y el golpe de 1981. "Estoy en condiciones de asegurar que
si Juan Carlos hubiera apoyado el pronunciamiento, este habría triunfado rápidamente", afirma.
Él mismo, uno de los pocos militares declaradamente demócratas de aquel tiempo
-había participado en la fundación de la Unión Militar Democrática (UMD) en el franquismo-,
vivió la intentona del 23-F en un cuartel que se preparaba "para salir".
Su testimonio aparece a pocas semanas del 30º aniversario del golpe
Las torres del honor, de Gabriel Cardona. Editorial Destino. Precio: 20 euros. Se publica el 18 de enero.
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