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Columna
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La última croqueta

Existe una norma no escrita que dice que lo correcto es ofrecer a los demás la última croqueta del plato. Vamos, que está feo comérsela sin cumplir antes un par de formalismos. Como mínimo, uno espera que el de enfrente pregunte antes de estirar la garra y zampársela sin más. Es verdad que a veces este protocolo se dilata hasta el absurdo y se forma una especie de conversación en espiral alrededor de la maldita croqueta, que casi acaba cogiendo moho en el plato mientras los comensales se la rifan cortésmente. Eso tampoco es. Pero reconozco que he llegado a pasar bochorno con el morro que gastan algunos delante de un plato compartido. Hay gente que no conoce ni conocerá en su vida el pudor de la última croqueta.

Ahora ya estoy curada de espanto, pero el primer espécimen de ser humano impúdico que conocí me dejó clavada en la silla. Fue hace muchos años ya. Pedimos una ración de croquetas y en el plato venían seis. Yo cogí una y empecé a mordisquearla. Quemaba, la condenada. Mi acompañante, que por lo visto estaba vacunado contra las altas temperaturas, empezó a engullir a la velocidad del rayo.

Para cuando yo pude acabar mi croqueta, en el plato ya sólo quedaba una. No es que una espere que se repartan las croquetas con una meticulosidad exquisita, claro que no, pero el sentido común me indicaba que ésa que quedaba en el plato me correspondía a mí. Aun así, antes de cogerla, el pudor de la última croqueta me hizo preguntarle a mi compañero: "¿La quieres?" Manda narices. El muy caradura dijo "vale" y se la llevó a la boca sin miramientos. Me puse colorada y todo. Caradura, él. Tonta, yo.

El caso es que siempre he pensado que existe una relación directa entre el pudor de la última croqueta y casi todas las otras actitudes que uno tiene para con los demás en la vida. Por alguna razón, cuando alguien forcejea para entrar primero en el autobús y coger asiento, le miro de reojo y pienso: "Ajá, tú eres de los que se zampan la última croqueta, ¿verdad, pillín?" Me pasa lo mismo con los que entran en una tienda avasallando, sin observar que, si tú sujetabas la puerta, era porque estabas a punto de salir. También están los que, en el museo, se colocan justamente entre el cuadro y tú. O las clásicas señoras que se pegan con esmero a la pared de las casas a pesar de llevar paraguas y te obligan a mojarte a ti, que no lo llevas. Todos ellos son, en mi imaginario personal, comedores de las últimas croquetas.

En realidad, si lo miramos bien, el mundo se divide entre los que se comen la última croqueta y los que no se la comen. Ya es cuestión de decidir a qué grupo quiere uno pertenecer, con todo lo que eso conlleva.

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