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Narrativa | LIBROS

Un cuadro de Goya (Eduardo Mendoza, 1936)

José-Carlos Mainer

No creo que, a la hora de escribir Riña de gatos, Mendoza haya tenido en cuenta que en 1942 Wenceslao Fernández Flórez nos dio su agria y sectaria visión de la Guerra Civil en una narración, La novela número 13, donde un detective inglés, estólido y egoísta, busca inútilmente un caballo de carreras perdido en la retaguardia de la España republicana. También aquí un británico, Anthony Whitelands, que es historiador del arte español, pasea su despiste, su inmadurez y su tendencia a beber demasiado por un país al borde de la catástrofe, siempre en busca de un cuadro que acaba por arder en un incendio. Pero la visión que Mendoza nos proporciona del país en marzo y abril de 1936 tiene mucho más que ver con aquella otra pesimista y compasiva, irritada y exigente, que aparece en los mejores testimonios de Pío Baroja, un escritor al que el autor tiene siempre muy en cuenta. El título de la novela, Riña de gatos. Madrid 1936, dice mucho de su propósito. "Gatos" se llama a los madrileños desde la Edad Media y "pelea de gatos" es indicio de rebatiña ruidosa y repentina, más llena de aspavientos y arterías que otra cosa; José Antonio Primo de Rivera, uno de los personajes del relato, dice que la de los generales que conspiran para derribar a la República es una "pelea de perros", y el teniente coronel Marranón, al hablar de los tiroteos entre los falangistas y sus enemigos, le dice a Anthony que "los señoritos son como los gatos. Los tiras de la azotea y no hay manera". "Gatos" son, en suma, aquellos seres empeñados en perjudicarse mutuamente, llevados de una ventolera de violencia, y el título resultante ha venido a ser el de un cartón para tapiz goyesco, incluso con su dramático señalamiento espacial y temporal: Riña de gatos. Madrid 1936.

Riña de gatos. Madrid 1936

Eduardo Mendoza

Planeta. Barcelona, 2010

432 páginas. 21,50 euros

Las representaciones de la vida mediante el arte y la pugna permanente de los menudos contra los poderosos vertebran esta preciosa fábula moral

Tenemos, por tanto, un título que nos evoca un cuadro; otro misterioso cuadro imaginario que vemos y no vemos del todo, y que quizá sea un desnudo femenino de la mano de Velázquez, y otro lienzo (que es copia de un Tiziano que atesora la National Gallery), que también tiene mucho de resumen de la trama: La muerte de Acteón. Sorprendida por la mirada de Acteón mientras se bañaba, la diosa Diana transformó al curioso en un venado, lo asaeteó e hizo que lo devoraran sus propios perros. No solamente el perplejo Whitelands sino todos los personajes de la obra son cazadores cazados, víctimas de su curiosidad o de su empecinamiento, a punto de caer bajo las dentelladas de sus jaurías... Pero más que Tiziano, Velázquez es la referencia artística de esta novela en la que su protagonista intuye el desamparo del pueblo español al contemplar los retratos de los bufones llamados El Niño de Vallecas y El Primo, y en la que (ya en el epílogo) entiende Las meninas como una escena cotidiana y trivial donde los reyes, el poder, están fuera del cuadro "pero lo ven todo, lo controlan todo y son ellos los que dan al cuadro su razón de ser". De ese modo, las representaciones de la vida mediante el arte y la pugna permanente de los menudos contra los poderosos (los gatos contra los perros) se convierten en las líneas secretas que vertebran esta preciosa fábula moral. Una trepidante fantasía que lleva dentro un buen ensayo sobre la personalidad de Diego Velázquez (tributario del espléndido de Ortega, por supuesto), un excelente retrato de Manuel Azaña ("intelectual antes que político, siempre ha alcanzado las cimas del poder por las rápidas e imprevisibles corrientes de la historia y no por su empeño"), una penetrante disección de las personalidades de Mola, Franco y Queipo de Llano, y otra más demorada silueta de José Antonio Primo de Rivera, tan cautivador como botarate, eterno aprendiz de brujo en una revolución de tontos fanatizados, y al fin y la postre, representante de aquella irresponsabilidad de la aristocracia nacional que "con abnegación ha de sacrificar sus mejores cualidades en el altar de la irracionalidad, el inmovilismo y la incuria".

Tal es la poderosa melodía intelectual que recorre de punta a cabo esta novela en cuya superficie se confrontan, sin embargo, la habitual brillantez estilística de Mendoza (una mezcla de aparente sencillez y refinamiento prosódico) y su vieja querencia por lo bufo y lo paródico. Dos rasgos muy suyos presiden la zarabanda de acontecimientos, casualidades y truculencias ingeniosas: por un lado, la tendencia al vodevil escénico (visible en las persecuciones y escondites, o las entradas y salidas de personajes, propias de un espectáculo de variedades) y la apelación a los recursos del folletín narrativo en lo que toca al curso de la acción (lo que se apreciará en la deliberada artificiosidad de las transiciones y cambios de escenarios). A medio camino entre la tragedia de la historia y el desgarro chusco del sainete, los personajes ingieren copiosos cocidos, lentejas con chorizo, churros grasientos o abusan del alcohol, pero también peroran sobre cuadros y política, o profieren expresiones castizas y pesimistas. Algunos de ellos son tan inolvidables como las aristócratas hermanas Paquita y Lily del Valle, tan redomadamente coquetas como inteligentes e imprevisibles, aunque no son más atractivas que la prostituta adolescente Toñita, en el lado opuesto del orden social. O como el estoico teniente coronel Marranón y su espolique, el renqueante capitán Cosculluela, y el siempre sorprendente y sentencioso Higinio Zamora Zamorano.

Riña de gatos pertenece, en fin, a esa línea narrativa de Eduardo Mendoza que ha buscado fijar panorámicas de la vida histórica española, recorridas siempre con inteligencia, compasión y escepticismo, y pobladas, de añadidura, por una revuelta barahúnda de bendecidos por la fortuna y de marcados por la adversidad, entre los que -a título de hilo conductor- sobrevive como puede un protagonista aturdido que nunca sabrá muy bien qué ocurre a su alrededor. La línea comenzó en La verdad sobre el caso Savolta, cuando Mendoza fijó su mirada en la Barcelona de los años veinte, y siguió con la ambiciosa La ciudad de los prodigios, que amplió el marco cronológico de la anterior. Luego vino el acercamiento a la posguerra en El año del diluvio, que abordó el mundo rural, y la más amplia y lograda Una comedia ligera, que hizo lo propio en la sociedad urbana. No hace mucho, Mauricio o las elecciones primarias narró con reflexiva acidez y personal desasosiego la crisis moral colectiva en los primeros años ochenta. Y algo parecido hay en el espíritu de esta nueva novela sobre los orígenes de la Guerra Civil, en la que -al margen de una tendencia dominante- ha prescindido de cualquier complacencia emocional, a favor de la penetración intelectual y de la virtualidad reveladora del sarcasmo. Alguna vez, el pesimista discreto que es Eduardo Mendoza ha hablado del eclipse de la gran novela decimonónica, del agotamiento del modelo de relato experimental y del inminente deterioro del pacto de los narradores con la novela comercial de éxito. También Baroja vio la narrativa de su tiempo en términos de una parecida entropía, a pesar de lo cual siguió escribiendo con desengañado heroísmo, al lado siempre de sus lectores. Esperemos que Mendoza siga su ejemplo con la probidad y la madurez que revelan sus últimos títulos y ahora esta preciosa Riña de gatos que lleva en su cubierta la mención Premio Planeta 2010. No es más que una feliz coincidencia.

Manuel Azaña sale de la residencia de Niceto Alcalá Zamora el 17 de febrero de 1936, en una imagen captada por Santos Yubero (de la exposición de la Sala Alcalá 31 de Madrid).
Manuel Azaña sale de la residencia de Niceto Alcalá Zamora el 17 de febrero de 1936, en una imagen captada por Santos Yubero (de la exposición de la Sala Alcalá 31 de Madrid).

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