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Columna
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Gran Reserva

David Trueba

Cada jueves, cuatro millones de españoles ven Gran Reserva. Y tienen que mirarla muy atentos, porque pasan tantas cosas por secuencia que si alguien estornuda se pierde un incesto o una traición. Es una serie estudiada y hábil, que produce adicción por acumulación, y que justo cuando asoma el aburrimiento atrapa tu atención con otro tironazo de anzuelo. Bien hecha, con unos exteriores logroñeses espectaculares, con un tono arcilloso en la fotografía y actores afinados, Gran Reserva es la consecuencia de un fracaso anterior. No se entiende si olvidamos que la serie precedente de sus creadores fue Guante blanco, que apenas sobrevivió tres episodios con su intento de realismo picaresco y sus personajes cercanos. Escarmentados por la escasa aceptación a productos sutiles, los guiones de Gran Reserva fabrican un momentazo cada cinco minutos. Y pese al guiño literario de sus apellidos, las familias Cortázar y Reverte, se enfrentan entre sí y entre todos con el arsenal de emociones fuertes y traiciones desatadas del más puro culebrón.

Aunque las comparaciones apuntan siempre a los viñedos de Falcon Crest, Gran Reserva esconde una aspiración más ambiciosa bajo la gran calidad de sus factores. Bendecida por el éxito, ya se prepara una segunda temporada. Quizá una vez sacada la espina del fracaso, sería el momento de domesticar el éxito y ponerlo al servicio de una mayor densidad narrativa. Como la enorme Ángela Molina, que bajo su expresión deja asomar dolor, tiempo, batallas perdidas y cero concesiones a la cirugía cosmética, también la serie puede encontrar su lugar en la verdadera profundidad. Los buenos actores que la interpretan a veces sufren como contorsionistas en una trama llena de curvas. Un éxito tan bien embotellado como este permite fabricar un vino más reposado.

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