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Columna
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Aquella Compostela insurgente

Hace ya una inmensidad de tiempo (1968 del siglo pasado) la levítica ciudad de Compostela se llenó de deseo y sueño, de empuje democrático y de conciencia cívica. Santiago era entonces una ciudad de estudiantes y gentes de oficios, curas, médicos y profesores, tabernas e Iglesias, callos con garbanzos los jueves (Feria en la carballeira de Santa Susana, con su polbo cocido en cobre por la mano santa de aquellas polbeiras) y cuncas de ribeiro a todas horas.

Apenas industria pero mucho comercio, con un mercado que recibía mercancía de una amplia zona de Galicia y que algunos cronistas gastronómicos de fuera (Xavier Domingo) consideraron como uno de los mejores del mundo. De algún modo mantuvo siempre la capitalidad espiritual de Europa, etapa compostelana que debió ser camino de otros misterios en el camino de Fisterra, punto mágico e iniciático donde los haya, junto con la pedagogía cósmica y telúrica de los laberintos de Mogor y Campo Lameiro.

Podías ensayar una obra de vanguardia en un convento de la mano de un ex legionario culto

Magos modernos, pero también científicos de la historia y la leyenda le dedicaron páginas fantásticas en las que siempre quedaban algunos misterios pendientes. Y siguen quedando. Rodeada de topónimos celtas y asentada sobre un cementerio (Compositum), acogió en su tierra tibia y húmeda la sombra de Santiago Apóstol (O Roxo, por su pelo, para los empleados de la Catedral de entonces, no sé si le siguen llamando así ahora) que nunca dejó de echarnos una mano a los compostelanos que andamos por el mundo, huérfanos de un sueño tan inolvidable como inconcreto, mientras la campana Berenguela repica aún en nuestro cerebro desde las primeras horas de la infancia.

Dos libros de Ricardo Gurriarán (Inmunda escoria. A universidade franquista e as mobilizacións estudantís en Compostela, 1939-1968. -Xerais- y 1968 en Compostela. 16 testemuños -USC-) nos recuerdan ahora aquel año del diablo en el que unos miles de estudiantes abrieron el melón europeo del 68 con sus propias y disparatadas reivindicaciones (libertad asociativa, libertad de reunión, sindicatos de estudiantes, sobre todo) y recomenzaron a hablar en una lengua extraña llamada gallego, en la cual también cantaban no sé qué historia de Breogán (Os rumorosos), una traducción de Joan Báez (Venceremos Nós) o una canción latina de exaltación universitaria y con algún toque erótico-festivo (Gaudeamus Igitur) que se dice.

Había varias Compostela en la única, y podías pasar de ensayar una obra de teatro de la última vanguardia en un viejo convento de la mano de un ex legionario culto y sensible, a aplaudir con energía, en una taberna bajo la piedra de los soportales, a una cabra que subía con habilidad (era su oficio) a la cima mínima de unas banquetas para acallar el ruido que hacían en el sótano las planchas de una conocida revista clandestina al caer sobre el papel de impresión. Había antiguos libros anarquistas en los viejos talleres heredados de padres y abuelos de otras insurgencias. Había canónigos sabios, curas amables, monjas aperturistas, y otros y otras de otra pasta de peor recuerdo.

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Podías subir, con alguna recomendación adecuada, a los tejados de la Catedral y ver el mundo más allá del horizonte inmediato (entonces esto era, en si mismo, un ejercicio liberador). Podías también tener acceso a libros prohibidos, a lejanas revistas científicas, a discos que atravesaban fronteras milagrosamente. Había gente que te traía estas cosas. También podías subir al Pedroso, cruzar hacia Figueiras y mirar las guaridas de los lobeznos, con pisadas recientes. Los niños de algunos colegios llevaban linternas (focos) y cerillas (mistos) por si aparecía el animal en algunos barrios muy periféricos

Y, sobre todo, se iba la luz y venía el agua implacable, y la noche temprana del invierno. Esto era la sustancia de la vida oscura que a veces creíamos vivir, trasladando el significado de la física a la metafísica. O podías irte al corazón de la Edad Media en cualquier dirección que te movieras. También podías ser perseguido por alguna cuestión que no gustara a los guardianes de la ilegalidad vigente. Eran tiempos oscuros, por eso nos sublevamos. Y el tiempo nos dio la razón y se la dio a aquella ciudad levítica que nos apoyó siempre.

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