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PUNTO DE OBSERVACIÓN | OPINIÓN
Columna
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Embrollo judicial

Soledad Gallego-Díaz

La capacidad que tienen algunos jueces españoles para embrollar las cosas y para empujar a los ciudadanos a discusiones estériles, pero iracundas, es insuperable. La bronca fenomenal en la que todos nos encontramos obligados a participar en estos días es consecuencia directa, no de una crisis institucional, ni de una crisis económica (lo que, en las circunstancias actuales, estaría muy justificado), sino de la pelea interna de algunos magistrados, incapaces de la modestia y la no ostentación de méritos, es decir, incapaces de la prudencia, reflexión y voluntad de evitar mayores daños que debería ser el primer requisito exigible para practicar esa profesión.

En mitad del embrollo que rodea el caso del juez Baltasar Garzón sería bueno aclarar, a estas alturas, de qué se trata realmente. El Tribunal Supremo no va a decir nada sobre los crímenes del franquismo, las fosas comunes en las veredas de algunos caminos, los asesinatos ocurridos en la Guerra Civil y en los años inmediatamente posteriores ni sobre los delitos, que no pueden prescribir según la jurisdicción internacional, de genocidio o de lesa humanidad. Va a decidir exclusivamente si el juez Garzón cometió prevaricación, es decir, si actuó de manera fraudulenta y bastarda al abrir un procedimiento sobre los eventuales responsables de dichos crímenes.

Es difícil comprender que Garzón pueda ser expulsado de la carrera judicial como consecuencia de esta acusación

Cómo ha podido llegar el Tribunal Supremo a meterse en un embrollo semejante es algo verdaderamente intrigante. Porque lo más llamativo de toda esta increíble historia es que ante el recurso presentado por el fiscal de la Audiencia Nacional, el propio juez Garzón decidió declararse incompetente y dar por cerrada esa causa. La escueta relación de hechos señala que, pese a todo, dos organizaciones legales (y de notoria trayectoria) como Falange Española y Manos Limpias presentaron querella por prevaricación contra Baltasar Garzón, que la Sala de Admisión del Alto Tribunal la aceptó y que el juez instructor, Luciano Varela, decidió inculpar al magistrado. Muchos juristas han expresado ya en las páginas de este periódico su estupefacción por el hecho de que una querella semejante llegara a ser admitida. A nadie se le oculta la enorme dificultad que implica demostrar motivaciones ilegitimas en una actuación como la del juez Garzón, rápidamente corregida además por el propio magistrado.

Las cosas han llegado al extremo en que están para desgracia de los sufridos ciudadanos, cada día más hartos e irritados por hechos que les resultan difícilmente comprensibles y tan boquiabiertos ante la evidencia de peleas, rencores y rencillas entre representantes del Poder Judicial como ante las presiones de todo tipo a que son sometidos públicamente los miembros del Alto Tribunal. Nadie puede extrañarse de que la situación en la que se encuentra Garzón haya provocado una enorme oleada de solidaridad, tanto en medios jurídicos internacionales como en la propia sociedad. Lo lamentable es que se haya podido llegar a este punto sin que los propios jueces fueran capaces de imponerse a sí mismos la calma que exigen al resto de la sociedad.

Es difícilmente comprensible que Baltasar Garzón pueda ser expulsado de la carrera judicial como consecuencia de esta acusación concreta de prevaricación y mucho tendrían que argumentar sus acusadores para establecer, sin la menor duda, esa pretendida voluntad del magistrado de la Audiencia Nacional de cometer una injusticia. Estar acusado no implica necesariamente estar condenado, y es de esperar que los miembros de la Sala II de lo Penal del Tribunal Supremo que juzguen finalmente el caso encuentren, con argumentos y sentido jurídico, la manera de frenar este imparable y triste recorrido. Los ciudadanos necesitamos poder relacionarnos con los jueces y magistrados de nuestros tribunales con un poco de confianza y tranquilidad y ya son demasiados los temores, sustos e inquietudes a que nos vienen sometiendo.

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