Tener ángel
La predestinación teológica ahora se llama destino, suerte o karma. La suerte consiste en tener al lado un ángel que te ayude a caer siempre de pie como los gatos. La predestinación fue en su momento un problema teológico muy debatido, pero hoy es un hecho social evidente que pocos discuten. Según de qué familia y en qué lugar se nazca, uno llega a este mundo marcado a fuego con un hierro invisible en la espalda. Sólo con eso, sin merecerlo, se tiene recorrido casi todo el camino de la salvación o de la perdición. Si eres el resultado de la fusión de un espermatozoide y de un óvulo, ambos protestantes, blancos y anglosajones, y has asomado la nariz a este sucio planeta en un barrio elegante de Boston, serás prácticamente el dueño de una baraja con las cartas marcadas. Calvino dijo que tus naipes ya estaban en la mente de Dios, cuando en realidad Dios era tu abuelo, que fue negrero. Por otra parte se puede predecir, sin miedo a equivocarse, el futuro aciago que le espera a un niño lanzado a la vida en un suburbio de Calcuta o en cualquier pocilga de Somalia, puesto que la humanidad tiene pozos ciegos de los que no se sale, a menos que venga un ángel a cogerte de la mano. De este ángel hay que hablar, del que gobierna este mundo y elige a su antojo a algunos seres privilegiados. Un día se pasea por un mar de chabolas del Gran Buenos Aires y descubre en un descampado a un chaval que está realizando malabares con una pelota. El ángel se limita a señalarlo con el dedo. Otro día, atraído por un sonido increíble que nunca había oído, baja a un sótano mugriento de Chicago, se encuentra con un negro tocando el saxo y decide coronarlo. Ese ángel es especialista en sacar del basurero general a bailarinas, deportistas, músicos y otros artistas para llenar estadios, escenarios y salas de conciertos. Pero no es necesario tener un antepasado negrero o haber nacido en un muladar de Calcuta para estar predestinado. Aunque seas de clase media tributable y lleves una existencia anodina, ese ángel te ha cogido de la mano al menos una vez en la vida. Basta con que hayas caminado veinte pasos a su lado y de pronto habrás notado que tu suerte ha cambiado. Un día cruzas un paso de cebra y en la acera de enfrente un desconocido te entrega otra baraja.
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