Pepín Bello, ese genio
Como muy bien decía él ya pasados los 100 años: "Es una desgracia ser engolao". Y una suerte haber cumplido la centuria a salvo de cargas, cumpliendo con una vida plena, bailada a conciencia, sin ínfulas pero sin haberse privado de contar en todos los saraos, desde el germen de la generación del 27 a la resistencia intelectual y estética contra el franquismo.
Pepín Bello, perdón, debería decir Don José, fue genio, figura y maestro del arte de inspirar, atestiguar, alentar y zurcir arte, juerga o empresas de temporada a granel. Resistió 103 años sonriente y pintiparao, regalando anécdotas, buenas palabras y memoria a quien se le acercara en una barra o en una tertulia por cualquier esquina de Madrid, su oficina principal. Fue amigo y vértice de compañías, mecenas a plazos y a cuenta de una noche, wagneriano impenitente o notario implacable de leyendas que nunca ocurrieron.
Resistió 103 años regalando anécdotas y memoria a quien se le acercara en una barra
Sobre todo con sus amigos de la Residencia de Estudiantes. La pandilla Lorca, Dalí, Buñuel, que le escamotearon sin ninguna mala intención, por mero egocentrismo, méritos y firma en algunos proyectos. Lo prueba y confiesa él en ese magnífico documental Pepín Bello, preferiría no hacerlo, de Javier Rioyo. El chavalillo aragonés fue el primero en llegar con pantalón corto a ese oasis de cultura, diálogo, convivencia y magisterio para una España diferente en el año 1915. "Un sitio barato, modesto y espartano", cuenta él.
Después apareció Buñuel, quien en sus memorias afirma que salían de allí por la noche hipnotizando al portero. "Era muy mentiroso, tenía muchas manías. Muy pesao con los martinis. Jamás conseguimos llevarlo al Museo del Prado". ¿Y el boxeo? "Debió de hacerlo 5 o 10 minutos a lo largo de toda su vida". Poco más tarde entró Lorca. "Un ser inconmensurable y lleno de virtudes", dice Pepín. Pero con su orgullo en órbita. "Me decía: 'No me admiras bastante, yo soy el gran poeta García". El último fue Dalí: "No era capaz de desenvolverse, ni que un duro eran cinco pesetas. Ahora, de pintura lo sabía todo".
Bebían té, whisky y cerveza. Hacían excursiones a Toledo en tercera, dormían en la Posada de la Sangre y comían "ultrabarato" en la Venta de los Aires. Imaginaban gamberradas y forjaban el coágulo de los Putrefactos. También iban vislumbrando a ciegas y por instinto vanguardias y rupturas de las que luego saldrían obras como Un perro andaluz, esa película llena de indirectas a Lorca y escatimada en su autoría a Pepín por parte de Buñuel y Dalí: "El guión lo hicimos entre los tres, más Luis y yo. Me sorprendió que no me nombraran después, pero tampoco me importó". Esa gota de gloria que Pepín se merece, devolvámosela ahora.
Siguió después su vida. Por Sevilla, con los Mihura, Belmonte, Sánchez Mejías y Moreno Villa. Allí no necesitaba esfuerzos para ganarse la vida con el sudor de su frente. A nada que hiciera le caían las gotas. Pero fue de las pocas veces en su carrera ociosa en las que trabajó. Como delegado del Ministerio de Fomento para la Exposición Universal. Le quedó tiempo también para esconderse detrás de la historia y hacerla visible. A él se debe la famosa foto del Ateneo de Sevilla en la que se juntó el germen de lo que fue la generación del 27. Pepín disparó. El gran Bello también estaba ahí.
Después llegó la guerra. "No era rojo, ni franquista. Era un demócrata liberal, pero eso entonces no existía", comenta Bello. Así que se las arregló como pudo y se calzó el disfraz del disimulo para tragar con el hambre, el frío y el asco. Posguerra en Burgos. Pocos amigos, mucho abrigo, pero ni con ésas uno era capaz de soportar la sordidez. Tan sólo la imaginación que le impulsó a escribir con su portentosa cabeza surrealista una visita que le hizo Richard Wagner al corazón de Castilla -y que Andrés Ruiz Tarazona ha recuperado en una edición gloriosa- le salvó de la pena y el hastío.
Recuperó pulso en los años cincuenta. Madrid ofrecía resquicios de bohemia que Pepín no quiso perderse. Seguía dedicándose al arte mayor de no pegar golpe y zafarse de negocios ruinosos, como ese motocine que montó con la familia Garrigues y no duró más allá de dos proyecciones. Así fue remontando hasta los ochenta. Felices para él porque volvió a ser alma en la reapertura de la Residencia de Estudiantes. Por entonces ya había dejado algún vicio. Era capaz de recriminar ciertos hábitos. "No fumes, que es muy malo. Yo lo dejé... A los 76 años".
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