Sergio Olguín: la construcción de un escritor
Aquí vemos a Sergio Olguín, 17 años, de traje, oficiando de maestro de ceremonias en la entrega de premios de la primera escuela argentina de sommeliers. El hombre parado a su derecha es Santiago Olguín, fundador de la escuela y también su padre. Aquí vemos a Sergio Olguín, nueve años, escribiendo lo que después llamará "mi primera novela", dedicada a su perro, Lobo. Aquí vemos a Sergio Olguín en un aula de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, a punto de dejar de ser un alumno de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires. Aquí vemos a Sergio Olguín interponiéndose entre su padre y su madre, que blande un cenicero en clara actitud amenazante. Aquí vemos a Sergio Olguín en diciembre de 2009, en Guadalajara, México, recibiendo el Premio Tusquets, que acaba de obtener con su novela Oscura monótona sangre, de manos de la editora Beatriz de Moura.
Escribió cinco novelas en condiciones aterradoras: ante la puerta de entrada de su casa, junto a la cocina
Sergio Olguín nació en 1967, se crió en un suburbio de clase media de la ciudad de Buenos Aires llamado Lanús, estudió Letras, trabaja en periodismo desde 1984, fundó una revista cultural que hizo época, publicó cinco libros y es el ganador de la quinta edición de un premio que dos veces se falló desierto. Eso dicen los datos. Lo demás -su infancia y la nostalgia de aquella infancia; la fe en la amistad entre los hombres y el desconcierto por el amor de las mujeres; el abandono de su padre; la militancia contra la crítica literaria; los gustos que marcan su bitácora (el fútbol y la fotografía, las letras clásicas, la literatura francesa, las mujeres hermosas y el juego llamado Age of Empire)- no son los datos. Son la vida. Que fue así.
La casa de Sergio Olguín en Lanús era una casa de mujeres: una madre y tres hermanas de las que él era el hermano menor. La madre leía y Olguín leía y nadie más leía porque sus hermanas no leían y porque su padre, dice, era casi analfabeto.
-Así y todo llegó a tener y dirigir restaurantes, y abrió la primera escuela de sommeliers de la Argentina. Yo fui el maestro de ceremonias en la entrega de diplomas. Pero en 1978 mi viejo se fue de casa con una chica de veintipico. Mi mamá casi lo mata. Le quiso tirar un cenicero, yo me interpuse y gritaba: "No, mamá, no lo lastimes". Mi viejo volvió al año, pero cuando él se fue empecé a escribir. Tenía un perro, Lobo, y escribí una novela: Lobo, mi buen amigo. El perro era un peligro. No se dejaba vacunar y andaba mordiendo a la gente. Pero en la novela yo inventaba que le gustaban las golosinas, que era buenísimo.
Su infancia transcurrió leyendo, escribiendo, andando en bicicleta y jugando al fútbol con amigos. A los 16 quería ser periodista y consiguió serlo en Familia Cristiana, una publicación de la Congregación de las Hijas de San Pablo. Él, ateo confeso y blasfemo con empeño, llegó allí con 17 años, se fue con 22 y lo recuerda, sin ironía, como un gran momento.
-La directora era una monja progresista fantástica. Yo escribía sobre todo lo que me pidieran, y todo me parecía interesante. Mientras, empecé a estudiar Letras. Me interesaba la literatura, pero la carrera te forma como crítico y yo despreciaba a los críticos. Decía que eran lo más bajo de la cadena alimentaria.
A fines de los ochenta abandonó Letras -"casi como parte de mi militancia contra la carrera"- y lo despidieron de Familia Cristiana. Con la indemnización, y dos compañeros de la facultad, hizo una revista que nació para durar sólo dos números y que duró diez años: V de Vian. Llevaba en portada, siempre, la foto de una mujer desnuda, y artículos sobre libros, cine, televisión, además de dardos contra la crítica literaria y una columna -¿Cuánto vale tu silencio?- firmada por Santiago Pazos, un periodista desconocido que lanzaba azotes contra escritores varios: Mempo Giardinelli, Héctor Bianciotti, Juan Martini, Tomás Eloy Martínez, Ernesto Sabato, el mismo Olguín.
-Pazos no soportaba la corrección política, la literatura aburrida y el ego. Cuando una revista organizó un concurso de cuentos y anunció que el primer premio era una cena con Abelardo Castillo, Pazos escribió que entonces el segundo premio debían ser dos cenas con Abelardo Castillo y el tercero, sexo con Abelardo Castillo.
La verdadera identidad de Pazos fue guardada con celo, y sólo se supo quién era a fines de los noventa. Pero saberlo antes hubiera sido simple. Santiago es el segundo nombre de Sergio, y Pazos el apellido materno de Olguín. Santiago Pazos fue, todo el tiempo, Sergio Olguín.
-¿Tuviste problemas cuando se supo que eras vos?
-No. ¿Me iban a venir a pegar? Estamos hablando de escritores.
Cuando V de Vian cerró, en 1999, Olguín estaba casado, se ganaba la vida como periodista y había publicado un libro de relatos, Las Griegas (Vian Ediciones, 1998), que contenía ya los temas que volverían en sus novelas: el mundo femenino incomprensible, la solidaridad entre amigos, el poder como una de las formas del sexo. Siguieron seis antologías de cuentos y, en 2002, Lanús (Norma y Tusquets), una novela que cuenta la historia de Adrián, un hombre joven que regresa al barrio -Lanús- para desentrañar los misterios que rodean la muerte de un amigo y descubre que las caras del bien y del mal han sido barajadas de forma enloquecida en torno a una historia de amor y amistad anclada en esa patria que a Olguín le importa tanto: la infancia. "Éramos nueve y creíamos en los ovnis. También creíamos que si caminabas por el cordón de la vereda y te caías hacia la calle, alguien muy querido se te iba a morir. (...) Todo lo que supe sobre mis amigos, sobre lo que tenía que hacer y qué no hacer, sobre lo importante y lo trivial de la vida, lo aprendí jugando a la pelota", escribe en Lanús.
-Las partes de la infancia son muy autobiográficas. Yo creo que la escribí para no olvidar. Si no, ahora no me acordaría de nada.
En 2002 escribió Filo (Tusquets) que es, por un lado, la historia de un hombre joven -Santiago- atraído por varias mujeres -incomprensibles-, con un grupo de amigos capaz de enfrentarse a todo por salvar al que está en riesgo y, por el otro, una crítica ácida a la carrera de Letras. Siguió El equipo de los sueños (Norma y Siruela), una novela juvenil narrada con la voz de un adolescente de clase media, enamorado de una chica que vive en un barrio pobre. El protagonista se interna en ese barrio con un grupo de compañeros fieles para recuperar la pelota que alguna vez fue de Diego Maradona (que, por cierto, nació en el sitio donde transcurre la trama, Villa Fiorito), y que acaba de ser robada al padre de la niña de sus ojos.
-El protagonista de El equipo... y sus amigos son tipos muy puros, como esos jóvenes de las novelas medievales, dispuestos a cualquier cosa con tal de ayudar a los otros. Me gusta más la idea del héroe acompañado que la del héroe solitario.
Mientras sus libros empezaban a traducirse al alemán, al francés y al italiano, escribió Springfield (Norma, 2007: Vivir en
Springfield, Siruela), otra novela juvenil y saga de El equipo...
-Aunque en la Argentina hay un prejuicio con la literatura juvenil, yo disfruto mucho de escribirla. No soy un tipo muy querido por los sectores más intelectuales, relacionados con Filosofía y Letras, pero no me interesan esos lectores. Me interesa el lector común. Y no me gusta escribir para los convencidos. Me parece que a un lector hay que desafiarlo todo el tiempo. No hacérsela fácil.
Sea como fuere, después de haberse dedicado, desde 1984, casi sólo al periodismo, en un tiempo breve Sergio Olguín escribió cinco novelas. Y lo hizo no sólo siendo padre de dos hijos, periodista y editor, sino en condiciones aterradoras: en un escritorio y una computadora que están de cara a la puerta de entrada de su casa, junto a la cocina, cerca del televisor y la heladera.
-Escribo rodeado de todo el mundo, en cualquier momento. Lo echo a mi hijo Santiago de la computadora, juego media hora al Age of Empire, y cuando de la cabeza se me borran el periódico, la calle, los problemas, me pongo a escribir.
Fue ahí, en ese escritorio y en el tiempo que le deja su trabajo como editor de cultura en el diario Crítica, que escribió una novela, la llamó Oscura monótona sangre, y ganó, con ella, el Premio Tusquets, por decisión del jurado formado por Juan Marsé, Almudena Grandes, Jorge Edwards, Élmer Mendoza y Beatriz de Moura.
Oscura monótona sangre cuenta la historia de Andrada, un empresario de éxito, un hombre de clase alta que vive con su mujer y su hija en un barrio elegante de Buenos Aires, que se interna un día -por insatisfacción, por aburrimiento, por curiosidad- en un barrio peligroso en busca de prostitutas menores de edad. Encuentra a una -Daiana-, y desde entonces no cesa de imaginar las formas en las que podría ser feliz con esa mujer improbable. Regresa a buscarla, pero todo se malogra y termina matando con un matafuego a un chico de 12 años que intenta robarle. "Fue un solo golpe (...) Pegó en la cara del chico. Ruido de platos rotos. Ruido de un vidrio que se hace trizas". Durante los días posteriores lo preocupa ser vinculado con el crimen, pero pronto entiende que eso no va a suceder y vuelve a concentrar sus esfuerzos en Daiana.
-No es igual la reacción de los medios ante la muerte de una persona de clase media que ante la de un chico pobre. Hay una jerarquización de la muerte. Por su parte, Andrada es un tipo que desafía al destino y resuelve todo a fuerza de plata. Lo que en las otras novelas se consigue con la solidaridad de los amigos, en ésta se consigue por el dinero. Pero Andrada no me parece repugnante. Ésa es una de las enseñanzas de George Simenon: vos podés trabajar con los seres más abyectos, pero la peor complicidad es la que puede establecer el autor con el lector, en contra del personaje. Andrada es un tipo complejo, que se hizo solo. Para construirlo tomé cosas de mi viejo. Flaco favor le hago diciendo eso, pero él también era un tipo que se hizo desde abajo. Y siempre me apoyó y me alentó a escribir. Cuando murió, en 2003, encontré que había guardado, en el cajón de un mueble de su cuarto, todos mis libros.
-¿Los leía?
-No sé. Nunca me dijo. Pero los guardaba en el mismo cajón en el que guardaba la ropa fina.
Y ahí, entre el candor del barrio y los libros traducidos al francés, entre el Age of Empire y las novelas de George Simenon, entre un padre casi analfabeto y un padre que guardaba los libros del hijo en el mismo cajón en que guardaba la ropa fina, están las claves de Olguín: de su vida, de sus libros. Que es como decir la misma cosa. -
Oscura monótona sangre. Sergio Olguín. Tusquets. Barcelona, 2010. 192 páginas. 16 euros.
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