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José Emilio Pacheco, premio Cervantes
Columna
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Un afecto universal

Juan Cruz

En el mundo de la literatura en español hay muy pocas unanimidades; se guardan como tesoros los casos en los que algunos escritores concitan a su alrededor un afecto universal. José Emilio Pacheco es uno de esos casos raros, y ayer se notó en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, donde está, precisamente, como cada año.

Cuando lo supo, se le atragantó el café, y ya no lo pudo tomar en toda la mañana. De pronto, este hombretón extrañado de existir, como un poeta que arañara las palabras para hacerles sangre o sueño, era una celebridad universal, y aún no se había puesto los zapatos. Hablaban de él en los pasillos de la feria como si un pariente hubiera ido a la luna sin cohete. Él se ha acostumbrado a extrañarse de todo, de la existencia de la noche y del día; de eso van sus poemas, de la ciudad y de lo que se rompe en ella, de la angustia con la que el hombre se descalza sin saber si al otro día la sábana sucia de la vida le va a sacar de la cama siendo otro. Y cómo no le va a extrañar un premio así; le sonaron los teléfonos como si quisieran acuchillarlo, y él caminó sobre las ruinas del día pensando que quizá esa gloria era de otro. Es suya, se la merece.

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Una gloria literaria, un triunfo moral

Esta euforia que hay desatada en Guadalajara es la alegría de los que le han leído, y también de los que contemplan esa figura que comenzó pareciéndose a la de Octavio Paz y ha terminado siendo, y es muchísimo, la de José Emilio Pacheco. La arquitectura del tiempo ha hecho de él un cuerpo de 70 años, una edad que no ha podido quitarle de los ojos una ingenuidad genuina, que es la razón de ese abrazo unánime con el que ayer la atrabiliaria tribu de la pluma consideró que se había premiado a uno de los grandes de la manada. A él es difícil que éxitos así le arruinen la sencillez con la que está hecha su mirada, porque ya ha pasado por otros trances así. Lo que le preocupa, en verdad, es saber si es capaz de llegar a la noche para contarla luego, con toda su fantasmagoría de ruinas a las que se refiere, perplejo, cuando quiere explicar por qué hace poesía.

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