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Columna
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Tarimas

Las aulas en las que imparto mis clases tienen tarima. He tenido suerte, y les puedo asegurar que en mis muchos años de docencia jamás me ha pegado ningún alumno, tampoco recuerdo que me hayan insultado. Nunca pensé que el secreto de mi fortuna pudiera residir en la tarima desde la que pontifico. No soy pequeño, y aunque la altura de mi tarima es muy inferior a la del púlpito que se había fabricado un compañero en su laboratorio, es posible que ese añadido me confiera un aspecto imponente. Tampoco, les seré franco, había recabado nunca en ello y sí en algunas incomodidades del artilugio: por ejemplo, en los tropezones. Cuando uno está en lo suyo, explicando los valores de los tiempos verbales, un pasito de más en la tarima le puede suponer un descalabro y dejarlo tan imperfecto como el tiempo que explicaba. Bien, quizá yo sea un poco teatral, a lo que, nuevo descubrimiento, tal vez haya contribuido la tarima de marras, aunque disto mucho de limitarme a su contorno: tan pronto me veo perorando en medio de la clase como al fondo de ella. Y sin embargo, pese a que nunca me han pegado ni insultado, he tenido mis problemas, problemas de los que no me hubiera librado ni el púlpito aquel de mi compañero.

He tenido problemas con Dante, sí, con el gran escritor florentino del siglo XIV, y los he tenido con tarima y sin tarima. He podido con Petrarca, con Góngora, hasta con Joyce, pero Dante siempre se me ha resistido. La primera vez que lo intenté, me di cuenta de que no debía repetir la experiencia: faltaba un círculo del infierno, aquél en el que se habían precipitado mis alumnos. Sin embargo, lo volví a intentar hace unos años. Dante, me dije, es fundamental y además yo lo adoro, así que voy a ver cómo llevo a estos chicos al paraíso. Ilustré mi explicación con los grabados de Doré y, en ello estaba, cuando de pronto se oyó un ladrido femenino: ¡mecagüen Dios! La chica era inteligente, aunque algo aventada, e inmediatamente me pidió disculpas. Lo curioso era, me dijo, que le estaba interesando lo que les contaba, pero, ¿no se puede explicar nada sin que aparezca ese señor?, ¿por qué tiene que aparecer siempre Dios en todas partes?

Bien, borremos a Dios. ¿Tendremos que borrar también a sus subalternos, llámense Cervantes, Quevedo, Shakespeare, Kafka, Joyce? Dicen que sus libros no inculcan la afición a la lectura. Extraña paradoja la de tener que enseñar autores que no deben ser leídos. ¿Tenemos que educar a nuestros alumnos para la industria del best seller? ¿Por qué no enseñamos a nuestros alumnos a leer prospectos? Miren, estamos desconcertados, y esto nada tiene que ver con las tarimas, sino con los objetivos y los programas, los métodos y los medios. Si el Quijote es un antídoto contra la afición a la lectura, como me recordaba todos los días un alumno por boca de su padre, que retiren a Cervantes del programa. Si no es así, que nos dejen enseñarlo con el decoro y la autoridad que nos corresponden.

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