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Quedan tras días
Columna
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Corazonadas

Ya saben que ésta es la semana decisiva para la competición que Madrid lleva disputando para ser sede olímpica. Tras la decepción anterior, el sueño ha vuelto a ser reconstruido y parece enormemente vivo en esta semana trascendental. Ante el partido decisivo, los contendientes están incorporando a sus mejores jugadores con el fin de desequilibrar un encuentro que, dicen, se decide entre bambalinas, siempre pendiente de los pequeños detalles, de un gesto, un voto, una renuncia. No es poca la capacidad que Madrid ha demostrado para rehacer su proyecto, no perder ilusión y lanzarse en picado a por el objetivo. Todavía recuerdo la alegría que se vivió en Barcelona el día en que Juan Antonio Samaranch leía el nombre de la ciudad como nueva sede olímpica y los botes de Maragall en la tarima de la Plaza de Catalunya celebrando el nombramiento como si del mayor título deportivo se tratara. Y lo era. Al ver y sentir la transformación que experimentó Barcelona en los años posteriores entendí que la ciudad se jugaba no sólo el mayor evento deportivo, sino que todo un proyecto de vida estaba detrás de aquel sueño maravilloso.

Al ver Barcelona transformada, entendí el proyecto de vida que hay tras unos juegos
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Me recuerdan mucho estos días de nervios y de ilusión conjunta a las jornadas que preceden a una gran final, cuando en nuestro interior luchan dos voces: una, la de la alegría, nos dice que no podemos perder, que tenemos el mejor equipo y las mejores individualidades, que estamos preparados, que hasta las estrellas y las pitonisas han determinado que ése es nuestro punto y nuestra hora decisiva. Recuerdo que todo ello corría por mi mente en el relajado hotel de concentración en el que nos comían los nervios antes de la final de la Copa de Europa que íbamos a jugar en Wembley contra el Sampdoria. Me decía para mis adentros que el 92 era mágico y traía bajo el brazo los Juegos para Barcelona y la orejuda para el Barça. Pero también caminaba en mi mente un duendecillo malicioso que me decía que, si no era ese 20 de mayo, la decepción iba a ser mayúscula.

Y ahí andaban ambos en intensa conversación la noche del lunes y del martes, en los ratos de siesta y mientras nos dirigíamos al mítico estadio para realizar el entrenamiento previo a la final. Y donde uno decía que la ilusión de nuestros aficionados nos llevaría en volandas al título, el otro contestaba que las aficiones no ganan partidos y sí los que están en el campo; donde uno veía la magia del 92, el otro razonaba que mucha alegría había traído aquella terminación en Barcelona como para no pensar que también los italianos tenían derecho a disfrutar de los poderes curativos del número; donde uno se veía dando la vuelta de honor con la Copa, el otro se retiraba triste, agotado, cabizbajo, pensando en cómo recuperarse de aquel golpe, en cómo crear un nuevo sueño motivador. Algo así como a lo que nos agarramos tras la derrota de Atenas, un cierto ánimo de revancha que nos motivase el doble para la siguiente Champions. Y por ahí es cierto que el corazón suele hacer un alto en la conversación de los geniecillos de la lógica para convertir el mensaje en una simple línea: VAMOS A GANAR. Sin más motivaciones, sin más argumentos, con la emoción como concepto decisivo. Tan simple, tan delicado.

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