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Columna
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La ideóloga de la Xunta

Decididamente, la conselleira de Sanidade, Pilar Farjas, se ha convertido en el referente doctrinal del nuevo Gobierno gallego que, lejos del pragmatismo prometido, parece decidido a romper unilateralmente todos los consensos políticos y sociales existentes, y se desliza peligrosamente hacia el extremismo político y el fundamentalismo ideológico. Invitada a participar en la Semana de Teología y Pastoral organizada por la Fundación Hogar Santa Margarita, la señora Farjas se despachó a gusto con un discurso que no tiene desperdicio y que muestra de forma inequívoca su trasnochada visión de la convivencia y de la democracia.

En su intervención en el citado foro, Pilar Farjas criticó duramente varias iniciativas del Gobierno socialista tales como la ampliación del aborto o el proyecto de ley de libertad religiosa, al tiempo que reivindicaba el derecho de los creyentes a expresar en público las razones de su fe. Naturalmente, la conselleira de Sanidade -como los obispos de su Iglesia- tienen perfecto derecho a defender públicamente sus ideas con el legítimo fin de lograr la mayor adhesión social a los valores y principios que sustentan sus creencias. Pero no les asiste ninguna para coaccionar y presionar a los poderes públicos democráticos e inducirlos al incumplimiento de su inexcusable deber de legislar y gobernar de acuerdo con el pluralismo político que caracteriza a nuestra sociedad, y que representa uno de los pilares básicos de la democracia. A estas alturas de la historia resulta inconcebible que personas como Pilar Farjas -en sintonia con el ala más conservadora de la Conferencia Episcopal- pretendan imponer sus convicciones a través del Código Penal, y sigan empecinadas en la anacrónica pretensión de trasladar el derecho canónico a normas de derecho común.

Resulta inconcebible que personas como Pilar Farjas pretendan imponer sus convicciones

Pero el Gobierno y el resto de los poderes públicos tienen la indelegable obligación de legislar, también sobre las materias que tanto parecen preocupar a la conselleira de Sanidade, basándose exclusivamente en la ética civil y sin más límite que el que afecta a cualquier otra norma: la Constitución Española, ley fundamental que consagra la aconfesionalidad del Estado y que, no conviene olvidarlo, la señora Farjas prometió o juró cumplir y hacer cumplir.

Defender tan elementales principios democráticos no significa, en modo alguno, pedirle a los ciudadanos que renuncien a sus creencias. Se trata simplemente de recordar que aquéllas no pueden imponerse a quien no las comparte. El sistema democrático respeta profundamente las creencias religiosas, pero se opone rotundamente a que éstas puedan imponerse al conjunto de la sociedad. De forma más precisa, en un Estado democrático no se puede violentar la conciencia de nadie, pero tampoco se puede impedir, como pretende Pilar Farjas, la autodeterminación y la libertad personal de los ciudadanos.

De la intervención de la señora Farjas en la parroquia de Santa Margarita se deduce también que asume las doctrinas creacionistas ("la ciencia nos permite ver la grandeza de quien fue capaz de crear la vida"). Convendría que aclarase si las considera científicas y si, por consiguiente, defiende que dichas doctrinas sean impartidas en la escuela pública en pie de igualdad con la teoría darwinista, ésta sí científica, de la evolución biológica.

Pues bien, contrariamente a lo que piensa nuestra polifacética conselleira de Sanidade, la característica fundamental de nuestras sociedades democráticas reside en la secularización, en el carácter laico del poder, en la obligada disociación entre creencia y pensamiento racional, entre fe y saber científico. El conflicto surge precisamente cuando personas como Pilar Farjas y los jerarcas de su Iglesia se muestran incapaces de adaptarse a la evolución histórica de nuestras sociedades democráticas y de asumir que la soberanía reside por fin en el pueblo.

Parece, pues, una ocasión oportuna para refrescar la memoria de Pilar Farjas recordándole, una vez más que todos, incluida ella, tenemos la obligación de respetar la Constitución, pero que, sin embargo, no todos estamos vinculados por las respetables normas de su Iglesia.

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