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Columna
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La extraña pareja

A la tercera quizá vaya la vencida. La última refriega entre Colombia y Venezuela debería servir al menos para que nunca se volviera a sostener la peregrina teoría de que Álvaro Uribe y Hugo Chávez tienen tantísimos puntos en común y, por ello, son capaces de entenderse más allá de sus profundas diferencias políticas. Los dos tienen un pronto autoritario y les gusta hablar a la opinión por sobre las cabezas de colaboradores y partidos, pero ahí acaban las cercanías.

El colombiano es un miembro del criollato, ranchero, educado como corresponde a su clase, lo que garantiza tener una idea de Europa y, en particular, de España. El venezolano es de otra extracción social; ha recibido la educación que corresponde a un militar venezolano de cuando ya había petróleo, aunque pretende suplirla leyendo con voracidad; pero su conocimiento del mundo es racheado con vientos del cuadrante norte, y de España lo que cree saber es que infligió al indígena genocidio. Ambos encarnan un cierto pragmatismo patriótico, y saben escenificar por ello aparatosas reconciliaciones cuando conviene, sobre todo porque Colombia y Venezuela sí que se necesitan de verdad. Pero ahora lo que priva es pelearse, y lo van a hacer muy bien porque no se quieren nada.

Uribe y Chávez ocupan los extremos más distantes de una pugna por América Latina
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Los dos ocupan los extremos más distantes de una pugna por América Latina, de la que el principio de ruptura entre Bogotá y Caracas es, pese al estruendo, sólo anécdota y el forcejeo por la presidencia de Honduras, la pelea entre chavismo y antichavismo, categoría.

La rebatiña entre el presidente legítimo Manuel Zelaya y el usurpador, Roberto Micheletti, se basa en un profundo equívoco. El chavismo homologado de Venezuela, Bolivia, Ecuador, Nicaragua, Paraguay, y allá a lo lejos, hambrienta y soberbia, Cuba, toma partido sin fisuras por el líder depuesto; los Estados de afectos intermedios como Brasil, Argentina y Chile desean, asimismo, la reposición del derrocado pero con recato; y, finalmente, otro paquete de potencias, entre las que se halla Estados Unidos, querrían, sí, que volviera Zelaya, pero sin que eso beneficiara en lo más mínimo a Chávez; que retornara plegándose a que Honduras abandone las filas chavistas. Y Uribe, que tiene asuntos más urgentes de los que ocuparse, se ha metido, sin embargo, de hoz y coz en el juego invitando a que los norteamericanos se instalen en varias bases militares de Colombia.

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Es indiscutible el derecho soberano de Bogotá de llamar a quien le plazca para que acampe en su suelo, pero no menos que se trata de una provocación a Caracas, aunque no una amenaza militar. Lo que pretende Uribe es ganar puntos en Washington. Barack Obama es mucho más esquivo que George Bush y Bogotá cree que hay que hacer casi lo que sea para mantener lo íntimo de la alianza, abandonando cualquier pretensión de neutralidad en el careo por la hegemonía latinoamericana. El propio presidente brasileño Lula puede ser perfectamente sincero en su exigencia de que se restaure la legalidad en Honduras, y desear tanto como Chávez que Estados Unidos no se interese demasiado por Iberoamérica, pero su posición tiene que ser muy parecida a la de Washington: que haya acuerdo, pero que el chavismo no gane un peón.

¿Qué obtendrá con todo ello el presidente colombiano? Si los verdaderos problemas exteriores de Washington -Irán, Af-Pak, Palestina- le permiten a Obama volver la mirada a Latinoamérica, seguramente poco; y si no, aún menos. ¿Valía la pena arrostrar la justificada cólera de Caracas y el prudente disgusto de Brasilia? A Chávez le viene estupendamente la instalación de las bases, sobre todo para tener algo de qué hablar mientras revoca emisoras y crea el delito mediático, cuyos límites se interpretarán a gusto del poder.

América Latina se halla en un momento histórico en el que prevalece un sentimiento favorable a la emancipación de la poderosa sombra norteamericana. Y esa emancipación cabe encarrilarla por la vía gradualista, medio sigilosa de Brasil, o por la radical de Venezuela. Pero, en cualquier caso, resulta difícil de entender qué se le ha perdido a Colombia en ese embrollo. Si vuelve Zelaya, magnífico porque se ha respetado una legalidad de la que también participa Uribe; si vuelve con el rabo entre las piernas, muchos que ahora medio lo jalean, estarán más contentos todavía; si se impone la línea dura Micheletti, todos los Gobiernos democráticos latinoamericanos saldrán perdiendo, pero la guerra colombiana es otra. Chávez y Uribe, la extraña pareja, son dos gobernantes condenados a no entenderse.

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