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Estados Unidos: viejas y nuevas políticas

Arthur Schlesinger fue un eminente historiador norteamericano: las biografías de Andrew Jackson y Robert Kennedy, su brillante análisis del poder ejecutivo, La presidencia imperial, los tres volúmenes sobre el New Deal de Roosevelt, son hitos de la historiografía norteamericana.

Durante una de mis últimas conversaciones con él, Schlesinger me comentó que el nuevo ciclo demócrata, iniciado por la presidencia de Clinton, había sido interrumpido por la elección -a mi entender, amañada- de George W. Bush sobre Al Gore, triunfador en la votación numérica popular.

Reanudado el ciclo renovador por Barack Obama, los ocho años de Bush hijo revelan, día con día, su carácter anómalo y dañino. Un evento resume los peores aspectos del poder ejecutivo norteamericano entre 2000 y 2009: la aparición del ex vicepresidente Dick Cheney ante el Comité de Inteligencia del Senado el pasado 28 de abril.

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Las últimas declaraciones de Cheney sintetizan lo anómalo y dañino de la era de Bush

Los vicios del vice, titula su columna informativa de la ocasión la valiente y dura escritora del New York Times, Maureen Dowd. Dowd obtuvo acceso a las minutas del testimonio de Cheney ante el Comité y el retrato que emerge del segundo hombre de la Administración Bush es el de un "malo de malolandia", como diría mi amiga Lilia Pérez Gay. Interrogado acerca del uso de la tortura de prisioneros en las cárceles de Guantánamo y Abu Ghraib, Cheney admitió que los torturados eran vestidos con "chalecos explosivos, sus heridas escarbadas con un pie, sus dolores aumentados por pentotal sódico, la amenaza de cortarles los ojos" y otras lindezas por el estilo.

Cuando el senador John McCain, candidato republicano a la presidencia, y él mismo sujeto a tortura como prisionero de guerra en Vietnam, le interrogó, Cheney le dijo: "Cierra la jeta. Todos estamos aburridos de tus apologías contra la tortura. ¿Por qué no te unes al marica Specter y te vas del otro lado?". Estas intemperancias de Cheney fueron dirigidas al senador Alan Specter, quien acaba de cambiar del Partido Republicano al Demócrata. Peor aún, pretendían denigrar a McCain, quien luchó en una guerra -la de Vietnam- de la cual se excusó dos veces, en un alarde de cobardía, Cheney, alegando enfermedades e impedimentos probablemente ficticios.

La rabia de Cheney se manifiesta enseguida contra el presidente Barack Obama, al cual llama "la delicada orquídea de Harvard" y acusa de "arrimarse a dictadores grasosos, dándoles besos a esos comadrejas europeos a los que nuestros militares liberaron". Obama, dice Cheney, es un "helado de crema" del cual "se aprovecharán nuestros enemigos".

En pleno delirio, Cheney atribuye conspiraciones antiame

ri-canas a los serbios aliados de Al Qaeda (!) y sigue su lista de horrores, admitiendo que entre los métodos de tortura implícita o explícitamente autorizados por la Casa Blanca bushista se encontraban retirarle medicinas a los detenidos, simular que se les ahogaba, el uso de serruchos para intimidar e informes falsos sobre la muerte de un hijo del detenido.

El senador Evan Bayh se atrevió a preguntarle a Cheney si los actos de terrorismo no eran, más bien, norteamericanos y destinados a favorecer el control del petróleo iraquí por la compañía privada de Cheney, la Halliburton. A lo cual Cheney contestó con cólera: "¡Nosotros somos los patriotas!". A lo cual la presidenta de la comisión, la senadora Dianne Feinstein, contestó con la frase final: "Señor Cheney, su testimonio consiste en dar ilusiones por verdades".

Días más tarde, el propio New York Times dio cuenta de las tensiones dentro del Gobierno de Bush en torno a este mismo tema. En junio del 2003, el presidente se declaró en contra del uso de la tortura y a favor de castigar su uso. El abogado de la CIA protestó: la declaración presidencial confundía a los agentes autorizados por el propio presidente para usar "tácticas brutales" contra miembros de Al Qaeda. La Casa Blanca reiteró entonces su aprobación a las "tácticas brutales", pero ello, según el diario neoyorquino, no superó las tensiones internas del gabinete. Cheney -como lo comprueba su testimonio en el Senado- aprobó el uso extremo y secreto de la tortura e incluso la "desaparición" de los torturados. Condoleezza Rice, en cambio, recomendó el reconocimiento público de que EE UU tenía prisioneros terroristas. Alberto Gonzales, el malhadado procurador general, propuso entonces la teoría de la "inmaculada concepción": llevar los prisioneros a Guantánamo, sin admitir que antes estuvieron secretamente detenidos.

La concepción fue maculada. Rice logró que los detenidos fuesen enviados a Guantánamo. Pero Cheney insistió en su política de brutalidad y tortura, y logró una orden ejecutiva autorizando toda una serie de actos de coerción (los mismos que con orgullo cínico el ex vicepresidente ha defendido en el comité senatorial).

Todo lo anterior arroja una sombra terrible sobre el Gobierno Bush-Cheney pero ilumina el cambio que significa el Gobierno Obama. Para empezar, frente a la ignorancia brutal de la Administración anterior, hoy EE UU tiene a un presidente que fue, además de joven editor de la Revista Jurídica de la Universidad de Harvard, profesor de Derecho en la Universidad de Chicago, amén de trabajador social en la gran ciudad del Lago Michigan.

Obama trae, pues, a la Casa Blanca una experiencia legal y una cultura jurídica que vienen a llenar el inmenso vacío dejado por la era Bush-Cheney. Al alegato de Cheney (la tortura era necesaria para la seguridad) Obama da a entender que la información obtenida bajo tortura suele o puede ser falsa, como lo demuestra la experiencia a posteriori de la era Bush-Cheney. La seguridad nacional, afirma Obama, no implica la violación de la juridicidad nacional o internacional. Al contrario, el apego al derecho desarma al enemigo y la violación del derecho nos asimila a él.

"Nosotros no torturamos", afirmó Winston Churchill cuando Londres era bombardeada por la Luftwaffe y 200 individuos eran detenidos como espías. Renunciar a la tortura no es sólo un imperativo moral. Es un imperativo racional que obliga a obtener la verdad con métodos que la comprueben, tarea más difícil que el fácil camino de una tortura al cabo poco confiable. Obama propone una senda más segura y más exigente para los organismos de inteligencia nacional. Renuncia a la falsa facilidad y se impone una verdad rigurosa y difícil. ¿Hay mejor manera de gobernar en este conflictivo capítulo?

El otro ataque de Cheney a Obama -el presidente le da la mano a "dictadores grasosos" y a aliados ingratos- sólo confirma que Bush hijo practicó una política nefanda de atacar primero y postergar la diplomacia: "El eje del mal", la Europa "antigua", la ONU "inservible", son ejemplos de este desprecio instantáneo que imposibilita la negociación u obliga a echarse atrás y negociar invalidado.

El cambio diplomático efectuado por Obama es notable. Estados Unidos está dispuesto a darle la mano a todo el mundo y a negociar con quien lo desee. Si alguien se niega a negociar y da el puño en vez de la mano, la culpa será del que se niega y no del que se afirma.

Obama, de este modo, recobra una vocación internacional perdida por el país que, después de todo, fundó la Organización Internacional cuando EE UU había ganado la II Guerra Mundial y daba cuenta de la mitad de la producción económica global.

¿Cómo, a fin de cuentas, combatir al terrorismo sin violar la ley? Quizá el mejor camino lo ofrece la legislación francesa. El terrorismo es tema de la competencia judicial. Los jueces inician el proceso y expiden las órdenes de detención. Los jueces del caso poseen amplios poderes, y las sentencias las expiden magistrados profesionales, no jurados populares y tampoco jurados militares. La detención indefinida está prohibida y todo se lleva a cabo con la discreción propia de un proceso judicial serio y regular, no propagandístico, partidista o militarista.

Ejemplo a seguir, sobre todo ahora que los propios jueces y abogados norteamericanos que recomendaron la tortura han sido identificados públicamente. Y aunque las autoridades del Departamento de Justicia no se proponen someterlos a juicio, es probable que los individuos señalados sean disciplinados y, aún más, despojados de sus funciones en el futuro.

Obama, de esta manera, busca un punto de equilibrio justo entre quienes, desde la derecha, le piden pasar página y quienes, desde la izquierda, le piden castigos ejemplares.

Carlos Fuentes es escritor mexicano.

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